Estado machista: coerción, patriarcado y resistencia
Diana Quiroz
ESTADO DEL PODER 2021
mayo 2021
Cuando los propios oficiales de policía son responsables de tantos casos de violencia de género y cuando tantos casos carecen de respuesta judicial, ¿qué podemos concluir sobre la institución de la policía, el Estado y su aparato coercitivo?
Escribo este ensayo en la semana del aterrante femicidio en Argentina de Úrsula Bahillo . En esta misma semana, al otro extremo del Atlántico (en Países Bajos, específicamente), vi a mi agresor asomarse por la ventana de mi cuarto de estar siete años después de la noche que trató de violarme.
A lo mío volveré en un momento; primero quiero puntualizar lo que le pasó a Úrsula. Úrsula Bahillo, una joven de dieciocho años era rutinariamente violentada por su pareja, Matías Ezequiel Martínez, un policía siete años mayor. Desde la perspectiva que responsabiliza a las feminidades de su propia seguridad, Úrsula hizo todo lo que estuvo en sus manos para evitar ser asesinada a puñaladas por su pareja: acudió a la justicia, denunció, pidió ayuda, e insistió varias veces (dieciocho, para ser exacta). A cambio de esto, recibió una respuesta ineficaz por parte del poder judicial. A pesar de que Matías Ezequiel tenía una orden de abstención, la justicia nunca garantizó que esa restricción se cumpliera.
Aun cuando todos y cada uno de los femicidios en Latinoamérica nos duelen a mí y a cientos de miles de mujeres, cada tanto hay uno que cala todavía más hondo. Y es que el dolor es más grande cuando quien está designado para respetar y hacer respetar los derechos inherentes a tu humanidad es justamente quien viola estos derechos y lo hace con total impunidad. De ahí que frases como “no me cuidan, me violan”, o “la policía no me cuida, me cuidan mis amigas” se hayan vuelto consignas de cabecera en las cada vez más multitudinarias manifestaciones transfeministas en la región..
Pero no hace falta poner como ejemplo uno de los incontables femicidios perpetrados por la policía para ilustrar el papel que esta juega reproduciendo la violencia sistémica que sufrimos las feminidades (así como otras identidades sexo-genéricas no normativas) en todo el globo. Si bien, este ensayo hace un recorrido a través de la violencia de género como uno de los ejes de la función policial en Latinoamérica, la mirada está puesta en el sistema de justicia patriarcal y sus mecanismos de omisión como actos de coerción. Pongo como ejemplo mi experiencia tratando de acceder a la justicia en Europa para ofrecer una lectura desde mi perspectiva, que es la de una mujer cisgénero, migrante, racializada y del Sur global.
Los crímenes del fiscalizador de los crímenes
El de Úrsula Bahillo no es un caso aislado. Según la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), los casos registrados de víctimas mujeres en manos del aparato represivo estatal se relacionan con situaciones de violencia machista y patriarcal, y van en aumento. En este contexto, desde 1992, 389 de los 671 casos de violencia a manos de efectivos de las fuerzas judiciales en el Área Metropolitana de Buenos Aires resultaron en femicidios.
Aunque no hay datos oficiales que puedan ilustrar el problema de la violencia de género a manos de la justicia a escala regional, las cifras disponibles en algunos países y/o urbes latinoamericanas son alarmantes. En México, 8 de cada 10 mujeres detenidas son víctimas de tortura por parte de las autoridades. En tales circunstancias, el Centro Prodh destaca que la tortura sexual es generalizada y que dentro del aparato estatal existen esquemas institucionales que toleran y hasta promueven su comisiónn Chile, solamente en el contexto del estallido social entre octubre de 2019 y marzo de 2020, el Instituto Nacional de Derechos Humanos registró que de las 2,832 víctimas de violencia estatal consignadas por el Ministerio Público, 390 denunciaron haber sido violentadas sexualmente.
Estos datos no incluyen los casos de violencia sexual y de género por parte de la policía que ocurren fuera del “ejercicio del deber” (lo pongo entre comillas porque, a mi entender, la violencia no es parte del deber de la policía), como en el caso de Úrsula Bahillo. En Colombia, por ejemplo, la Defensoría del Pueblo reportó que, en 2018, 72 de las 3,225 denuncias por violencia sexual atendidas fueron perpetradas por familiares de la víctima pertenecientes a la policía o el ejército nacional.
De igual manera los datos sobre los transfemicidios o los travesticidos perpetrados por la policía son escasos, a pesar de que estos y otros casos de intimidación, desconocimiento de la identidad, detenciones arbitrarias, extorsiones y violencia física y sexual han sido ampliamente documentados por activistas del colectivo trans. El transfemicidio y el travesticidio, aunados a otras violencias tales como la falta de acceso a la salud, la educación y el trabajo, explican la esperanza promedio de vida de las personas trans en Latinoamérica, que es de entre 35 y 41 años,según la REDLACTRANS.
La violencia como experiencia femenina universal
Con este trasfondo es fácil imaginarse el alivio que fue migrar a un lugar donde, además de tener la posibilidad de acceder a oportunidades que difícilmente se habrían presentado en mi país de origen, también tenía el prospecto de una vida libre de violencia. (Sí, desde la perspectiva de la cosmovisión eurocéntrica en la que crecí, se asume Europa tiene resueltos problemas tan arcaicos como la violencia sexual y de género). Así es como me jactaba de poder ir sola de noche en bicicleta, de vuelta a casa del bar, más preocupada por llegar a tiempo al baño que de ser violada, golpeada, matada y tirada en algún canal, como les sucede a decenas de mujeres en América Latina todos los días..
Hasta que un día en 2014 llegando tarde de noche a mi casa, al abrir la puerta de mi apartamento, me percaté que había un hombre orinando en mi jardín. Lo increpé y con la voz de ebrio me preguntó que quién era y sin esperar a mi respuesta se me lanzó encima. Me habría violado si no fuera porque el amigo con quien había ido a visitar a mi vecino lo apartó de mi antes de que pudiera penetrarme. Justo por esas semanas estaba bajo una presión extraordinaria. Mi padre estaba muriendo a más de 9.000 km de distancia y tenía que terminar mis estudios y buscar una salida laboral en el contexto de un sistema migratorio que ya hacía tiempo me había dejado claro que toleraba el paso de personas como yo por el país, pero que instalarme aquí no iba a ser nada fácil. Teniendo ya ese reguero de energía emocional y vaticinando una revictimización por parte de la policía (pues no era la víctima perfecta de violación y además no quería quedar como la inmigrante “problemática” y poner en riesgo las posibilidades de extender mi permiso de residencia) decidí no denunciar a mi agresor.
Me costó mucho superar lo que pasó. Me molestaba tanto el suceso como el hecho de haber decidido no ir a poner una denuncia pues, según el hombre que me salvó, no era la primera vez que mi agresor se abalanzaba borracho sobre una mujer. El poner una denuncia no era solamente una cuestión de hacerme justicia, sino también una obligación de no permitir que esto le volviera a pasar a otra mujer.
En aquel entonces no me preguntaba si alguna de las mujeres que habían sido atacadas por mi agresor antes que yo había ido a la policía, seña de que ni siquiera se me cruzaba por la mente que lo que me pasó a mi también le pasaba al menos a la mitad de la población feminizada. Nunca se me había ocurrido que en la Fortaleza Europea las feminidades tampoco estamos a salvo.
Al cabo de unos meses volví a llevar mi vida con “normalidad”. Pero después de aquel incidente, aunque seguí jactándome de la seguridad en la que vivía, comencé a virar la bicicleta a un lado del camino cuando escuchaba un auto aproximarse con velocidad por detrás. Volví a vivir con el miedo con el que crecí. El miedo de ser arrollada a propósito y de quedar a la merced de un potencial violador, el miedo de que me maten en cualquier momento por hecho de encarnar una feminidad.
Lo que no se nombra sí existe
Contándoles a mis afectos aquí en Países Bajos de la agresión sexual que sufrí descubrí que un sorprendente número de ellos habían sobrevivido alguna forma de violencia sexual en sus vidas. La mayoría de los relatos eran de mujeres, aunque hubo un hombre también (quien había sido abusado por un familiar durante la niñez). Así como a mí, estas experiencias les habían dejado marcas importantes, pero ninguna de las personas que compartieron sus desafortunadas vivencias conmigo habían acudido a la policía para buscar justicia. Solo una de ellas me dijo por qué no lo había hecho: porque sabía que nadie le creería.
Estos relatos se correspondían con los datos con los que me fui encontrando al buscar ayuda después de ver a mi agresor siete años después de la noche que trato de violarme. Resulta que mi agresor es amigo de uno de los hogares que forman parte del grupo de convivencia al que recientemente me uní. El motivo por el cual lo vi asomarse por la ventana de mi cuarto de estar es porque justo estaba de visita en la casa de sus amigos. El reencuentro, involuntario, fue muy desestabilizante y el prospecto de poder encontrármelo de nuevo en cualquier momento en mi hogar me llevó finalmente a querer acudir a la policía (a buscar una orden de abstención, específicamente).
Exactamente buscaba contactos que pudieran darme asesoría acerca del plazo de prescripción del delito (es más, ni siquiera estaba segura si la agresión sexual estaba tipificada como delito en Países Bajos), y por coincidencia di con los números que podrían explicar los resultados del sondeo que se fue haciendo al hablar con mis afectos. Según una encuesta de la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, el 33% de las mujeres han experimentado violencia física o sexual. En Países Bajos, esta cifra llega al 45%. La encuesta también encontró que tan solo el 14% de las víctimas a escala europea y 15% de las víctimas neerlandesas presentan denuncias ante la policía. La encuesta, por cierto, es de 2014 y la primera encuesta representativa a nivel regional.
Al poco tiempo de contactarle, el servicio neerlandés de Ayuda a Víctimas (Slachtofferhulp) me asignó a una voluntaria para que me acompañara en el proceso de la denuncia. Ya en el minuto uno de la llamada telefónica me aconsejo que no fuera a la policía. Específicamente me dijo que la policía está muy ocupada y que era probable que la denuncia no desembocara en una orden de alejamiento y posiblemente ni siquiera en una investigación. Después de todo era “mi palabra contra la de él” (le recordé a la voluntaria que había testigos, y aunque no los hubiera, ¿que acaso no tenía derecho a que me creyeran?). En lugar de ir a la policía, me aconsejó entrar en un proceso de mediación, un servicio totalmente gratuito en el que podía sentarme en la misma mesa con mi agresor para explicarle cómo su noche desenfrenada con los chicos hacía siete años me estaba ocasionando una crisis de salud mental sin precedentes.
La invisibilización de la violencia de género como moneda corriente de la justicia patriarcal
Hasta hace poco no había logrado entender por qué, a pesar de la prevalencia que tiene, la violencia sexual y de género en Europa occidental1 no es parte del debate social de la región de la forma que lo es en América Latina o África Subsahariana, como Liberia o Sierra Leona, por ejemplo. O sea, sí que se habla del tema en Europa occidental, pero sobre todo como un fenómeno del subdesarrollo, inherente a la falta del Estado de derecho y a las culturas machistas a tribuidas a América Latina o incluso al sur de Europa. Una encuesta del Eurobarómetro de 2017 sobre igualdad de género ilustra la prevalencia de los estereotipos de género entre las mujeres, que subsisten con la creencia de que la igualdad de género se ha logrado en la política y, en menor medida, en el trabajo y en el liderazgo. Hoy en día, aparte de las organizaciones de la sociedad civil que hacen incidencia o cuando algún caso de violencia de género logra causar revuelo mediático, al común de la gente no la moviliza este tipo de violencia de la manera en que lo hace en Latinoamérica.
Una posible explicación a esta situación está en el número tan alto de estos episodios en Latinoamérica que desencadenan muertes brutales. Y es que leer o escuchar a diario sobre crímenes de odio o sobre mujeres y niñas, y personas trans y travestis que son encontradas muertas, envueltas en cobijas o bolsas de plástico, descuartizadas y tiradas en terrenos baldíos o arroyos, en maletas o botes de basura, con o sin ropa, con signos de tortura o con restos de semen, da, por lo menos, mucho de qué hablar.
Pero también es posible que como causa y resultado de la poca visibilidad que se le da a un problema tan prevalente sea el carácter estrictamente personal que se le suele dar a la violencia de género, y en particular a la violencia contra las mujeres. En línea con esta aserción, el Instituto neerlandés para la igualdad de género y la historia de la mujer reportó sobre una encuesta en línea de 2010 a nivel nacional en la cual se documentaron los motivos por los cuales las víctimas de violencia física y sexual en Países Bajos no reportan a la policía. La razón más frecuente fue que las mujeres consideraban estos episodios de violencia como un asunto privado y querían resolver la situación ellas mismas; o que no consideraron que el incidente fuera lo suficientemente grave; que querían mantenerlo en secreto; que no creían que nadie les pudiera ayudar; o que sentían vergüenza y que tenían miedo del perpetrador. Una encuesta del Eurobarómetro de 2016 sobre violencia doméstica arrojó resultados similares. Además, la encuesta encontró que las mujeres europeas no hablan de sus experiencias de violencia de género porque carecen de pruebas, o la situación no es clara, o porque no quieren causar problemas.
Aunque esos tabús se van perdiendo lentamente en el país desde el que escribo y más mujeres reportan, las condenas por violencia sexual siguen siendo muy rarasEsto tiene que ver con la complejidad del proceso de denuncia y su ineficacia. En el contexto neerlandés, la presentación de denuncias es un proceso de dos pasos: primero hay que notificar a la policía el suceso (esto no es una declaración oficial). Después de proporcionar dicha información, la víctima puede decidir denunciar oficialmente el caso o no. Del 37% de los casos notificados oficialmente, el 58% son desestimados (mayormente por falta de pruebas). Si bien la presunción de inocencia es un principio fundamental de justicia, en un contexto de violencia de género generalizada donde la violación a menudo ocurre en secreto, deben establecerse mecanismos que puedan conducir a la condena en los casos de violación, incluso cuando hay poca evidencia. Sin embargo, hay pocos indicios de que se estén tomando medidas en esta dirección, a pesar del reciente reconocimiento por los Países Bajos de todas las formas de sexo involuntario como violación. Esta situación desalienta a las víctimas de presentar una denuncia (y a los violadores a seguir violando en impunidad).
Aunado a la responsabilidad personal que se le da a la prevención y resolución de las violencias de género está la invisibilización que desde el Estado mismo se le da a este tipo de violencia. En Países Bajos, por ejemplo, no solo la policía tarda años en atender denuncias por violación sino que también coacciona a las mujeres que hacen denuncias a hablar lo menos posible del tema con la excusa que hacerlo puede entorpecer la causaEsto no solo obstaculiza que las víctimas puedan recibir atención adecuada o siquiera la ayuda de su círculo cercano sino también evita que se instale la problemática en el debate público. Del mismo modo, muchos países de la Unión Europea (incluyendo los Países Bajos) aún no proporcionan datos desagregados por género al reportar las tasas anuales de homicidio. A causa de esto, los femicidios en la UE son probablemente mucho más altos de lo que se reporta (en 2016 solamente, las cifras oficiales contaban a 788 mujeres en la región como víctimas de femicidio. En otras palabras, las mujeres al no hablar y al ignorar la magnitud de las violencias que sufrimos gradualmente pasamos a desconocer nuestra condición de opresión. Esta ignorancia nos despoja de nuestra agencia y nos desarticula a la hora de exigir una respuesta al Estado.
La omisión como coerción, el femicidio como política estatal
Volviendo al caso de la violencia de género en Latinoamérica, otro de los motores de la creciente articulación las mujeres y otras identidades no cis-normativas en el continente es la discusión que sostenemos en torno los problemas que nos aquejan que nos hemos visto en la necesidad de abordar por nuestra condición de subalternidad. Trazando paralelismos con otras comunidades oprimidas, los debates más intensos alrededor de la disolución del complejo policial-militar en el mundo anglosajón, especialmente en Estados Unidos, se dan dentro de las comunidades de afrodescendientes. Y es notable que esta clase de discusiones difícilmente se dan en un lugar de privilegios: el número de hombres que se replantean su masculinidad es aún ínfimo, así como el número de personas blancas que discuten la violencia racial como un #whitepeoplesproblem. Al respecto, puede ser que las mujeres en Europa occidental, en términos de la población general y no de la sociedad civil organizada, no estemos en un debate constante de nuestra subalternidad por la ilusión que nos causa el vivir en más privilegio comparadas con el nivel de vida de otros países, pero aun así, ganando menos y trabajando más que los hombres2y ni hablar que somos víctimas de la violencia de genero casi con la misma frecuencia que nuestras homólogas en el resto del mundo.
En Latinoamérica y en Europa (como demostró recientemente el caso de Sarah Everard asesinada en Londres. Sí, el lector se dará cuenta que me tomó semanas escribir estas líneas por las víctimas de femicidio que voy añadiendo al relato), siempre está el terror que la desaparición de una mujer o feminidad desemboque en el peor escenario: el femicidio. Estamos acostumbrados a ver en la manera en que los medios de comunicación reportan sobre femicidios: se habla de las alertas previas, cuando las hubo, de los casos de denuncia que no fueron debidamente atendidos, pero rara vez se habla del carácter estructural del problema y del sistema de justicia que lo aborda de manera deficiente. Y ni qué hablar que los transfemicidios no consiguen el mismo ruido mediático que los asesinatos de las mujeres cis.
Aquí es cuando la manera en la que se usa el término (trans)femicidio puede ser un parteaguas entre la mera cuantificación de cuerpos victimizados (que es necesaria, pero no el fin último de la justicia ante la violencia de género) y el poner al Estado como el principal responsable de terminar con la violencia que lleva a la eliminación de las mujeres.
En este contexto cabe mencionar el caso presentado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en los 2000 relacionado con los homicidios de mujeres jóvenes en Ciudad Juárez (México), donde desde hace más de veinte años las mujeres desaparecen casi de forma sistemática y donde la respuesta del poder judicial invariablemente culpabiliza a la mujerde su propia desaparición y resulta en inacción. Como conclusión de su investigación, la CIDH habló por primera vez del feminicidio no solamente como el asesinato de mujeres, sino como la inacción del Estado y un mensaje permanente que dice que donde reina la impunidad, la falta de consecuencias para los agresores se convierte en un “permiso” para seguir violentando a las mujeres.
Desde esta perspectiva, el sistema judicial también tiene un rol en la prevención de la violencia porque el sistema penal es por definición un sistema ex post, es decir, un sistema que actúa cuando los delitos ya han ocurrido (en el caso de los (trans)femicidios, cuando la feminidad ha sido despojada de su derecho de vivir). Sin embargo, la querella judicial también puede ser un mecanismo ex ante, o un mecanismo de prevención en tanto desencadene una sanción, pues ahí el sistema judicial da un mensaje de cero tolerancia. Pero cuando el sistema de justicia no ofrece sino impunidad, inacción, expedientes cerrados sin investigar, o trabajadores sociales que directamente te dicen que no molestes a la policía porque está muy ocupada, no solamente se les expulsa a las victimas o sobrevivientes del sistema de justicia, sino que se da un mensaje de que el sistema judicial avala esas violencias.
El camino recorrido…
En ese respecto podemos mirar atrás y reconocer lo que hemos logrado avanzar a nivel global en menos de una década: desde #niunamás o #niunamenos y su devenir en el movimiento transfeminista contemporáneo como uno de los actores políticos más importantes en América Latina, hasta el #metoo en el resto mundo y los cambios que la valentía de tantas mujeres e identidades no normativas que se han expuesto para hablar de la violencia a la que estuvieron sometidas en ámbitos tan diversos como la medicina, el espectáculo, los medios, la academia, y la política. Es innegable que eso ha contribuido a un cambio en la idiosincrasia de la sociedad, lo cual ha repercutido en el sistema de justicia: hombres antes intocables, como Harvey Weinstein, terminaron pagando por sus abusos, o en países como Francia han endurecido las penas para adultos que mantienen relaciones sexuales con menores.
Y aunque los fallos a favor del poder opresor (por ejemplo, la policía que mata a quemarropa en todo el mundo, el político absuelto de lavado de dinero o tráfico de influencias, por nombrar un par de una larga lista de ejemplos) podrían indicar lo contrario, el debate global que hay en tono a la falta de legitimidad que tiene el sistema judicial es también un avance. Y cómo no va a haber una crisis de legitimidad, si de los tres poderes de las democracias, el poder judicial es el único que no requiere una renovación periódica. La falta de perspectiva de género del sistema de justicia en todo el globo forma parte de esta crisis de legitimidad.
Como respuesta a esta crisis de legitimidad y desde la perspectiva de su papel como servidores públicos, el sistema de justicia y las instituciones que lo integran (la policía, los tribunales, los fiscales, etc.) tienen la obligación de responder a las demandas sociales. En lugar de eso, la actitud a nivel mundial es reactiva y represiva, como se ve una y otra vez en Latinoamérica cuando los movimientos transfeministas salen a repudiar los femicidios (o recientemente en el Reino Unido también, en el caso de las protestas por el femicidio de Sarah Everard), o las protestas de #blacklivesmatter, o las protestas contra el golpe de estado perpetrado por la junta militar en Birmania. Por cierto, no puedo negar que al escribir este ensayo siento algo de miedo sobre las consecuencias que podría traerle a mi estado migratorio, o al menos a la violencia a la que podría estar expuesta por tener estas opiniones. Sé que por mi condición de migrante se espera de mí no tener opiniones que pudieran ser consideradas como transgresoras. Lo que se espera de les migrantes es que nos integremos de la forma más normativa posible a la sociedad, y esta expectativa muchas veces se impone con violencia, como lo muestra la criminalización de las mujeres musulmanas migrantes que llevan el jihab.
Algunas personas podrían decir que mis temores son exagerados, pero el reciente escándalo de las prestaciones por hijos en los Países Bajos, en el que las autoridades fiscales holandesas acusaron erróneamente de fraude a miles de familias con doble nacionalidad y se vieron sumidas en la miseria demuestra que los peores temores de los grupos marginados (especialmente aquellos con antecedentes de inmigración) están bien fundamentados.
La violencia de género sirve a este sistema de precariedad y control. La criminalización de la pobreza, evidenciada en el escándalo de las prestaciones por hijos al cargo, no solo agrava el empobrecimiento, sino también la precariedad de la vida de las mujeres, que soportan la peor parte del trabajo de cuidados no remunerado. Mientras tanto, la violencia de género no solo es tolerada e invisibilizada por el Estado coercitivo, sino que también sirve como medida disciplinaria para mantener a las mujeres bajo control y lejos de la igualdad. Y la desigualdad de género, a su vez, sirve al Estado coercitivo al convertir a women the corner stone of precarious labour, , necesario para la acumulación de capital y el control. En otras palabras, la violencia de género es funcional al Estado coercitivo, donde su omnipresencia es crucial para la deshumanización de las identidades femeninas como productoras y reproductoras de una clase trabajadora subordinada.
… Y el que nos queda por recorrer
Con este trasfondo como contexto y el pre-requisito de, finalmente, una abolición de la policía y el ejército, abogo por una renovación del sistema de justicia enraizado en el feminismo. Deberían existir estructuras fiscales dentro de los ministerios públicos con la misión exclusiva de investigar delitos de género que estos se expresan como violencia doméstica o sexual y de los cuales el femicidio es la expresión mas grave. Los hechos muestran que en todo el mundo las leyes discriminatorias afectan de manera desproporcionada las identidades de género no normativas. De forma similar, en Países Bajos las fiscalías aún carecen de conocimientos sobre diversas formas de violencia de género, como demostró un Informe Sombre sobre la implementación del Convenio del Consejo de Europa para prevenir y combatir violencia contra la mujer y violencia doméstica en 2018. En este contexto, esta estructura fiscal también podría tener la misión de abordar problemas de otra envergadura (por ejemplo, crímenes perpetrados por o contra sectores más relegados de la sociedad), desde una perspectiva de género e interseccional.
Desde esta perspectiva es clave abordar a desigualdad como raíz de la violencia. Cuando hablamos de las violencias en general y la abolición del complejo carcelario-militar en particular, podemos, por ejemplo, descuidar la dimensión laboral de la policía y el ejército. En América Latina y en otros lugares, la policía es una fuente de empleo para los sectores empobrecidos, al igual que el ejército ha servido históricamente como un medio de movilidad económica para los hombres racializados. En cambio, la policía es el principal empleador de los Países Bajos y el sector se caracteriza por una baja rotación. Por lo tanto, la lucha por la rendición de cuentas y la reparación del abuso de poder generalizado también deberá abordar de manera pragmática cómo construir una economía de paz que incluya el trabajo decente para todos.
Asimismo, cuando hablamos de violencia de género parece que las alarmas solo suenan cuando la violencia llega a un extremo (como feminicidios, transfemicidios o delitos de odio), pero no nos enfocamos en las estructuras que conducen a esta violencia. La paridad de género y origen étnico en las instituciones estatales podría ser parte del cambio estructural que se hace necesario, aunque no garantiza una perspectiva de género, clase o etnia, ya que la violencia de género y sexual que sobrevivimos todos los días no solo es sistémica sino también respaldada por el Estado.
Parafraseando a Paulo Freire, parece que en diferentes grados empezamos a darnos cuenta de nuestra condición de oprimidos. Es el momento para tomar conciencia de que “nadie se libera solo. La gente se libera en comunidad mutua con otros”. Apelando a los llamados de los abolicionistas que ven no solo la necesidad sino también el potencial del mundo para transformarse a sí mismo, es hora de formar lazos de solidaridad, comunidades de cuidado, pero sobre todo comunidades de entendimiento, a acercarnos al otro y a encontrar nuestra propia humanidad en las diferencias. Eso nos lo debemos a nosotros mismos y los que estuvieron antes que nosotros aquí, pero, sobre todo, a los que vienen.