ESTADO DEL PODER 2018
‘Bajo los adoquines, la playa...’ ¿O el remolino?
Las enseñanzas de 1968 para la construcción del contrapoder
Hilary Wainwright
10 January 2018
1968 fue un año histórico, pero no en el sentido de un momento único en la marcha lineal de la historia. Las experiencias de aquel año —y lo que es más importante, los años anteriores y posteriores— configuraron una generación que elaboró formas de pensar que, en retrospectiva, han resultado ser tanto ambivalentes como complejas.
Las experiencias moldearon tanto a Richard Branson, aventurero capitalista y publicista de sí mismo, como a Tariq Ali, rebelde cultural y político de destacado talento y seguridad en sí mismo. Las rebeliones internacionales de aquellos años crearon las condiciones para el movimiento de liberación de la mujer de los años setenta, politizaron las organizaciones laborales de base e hicieron confluir campañas ‘monotemáticas’ que abordaban los temas candentes del sistema, es decir, el poder militar, el capitalismo, el imperialismo y la naturaleza del Estado. Pero también prepararon el camino para una renovación del capitalismo, al crear un nuevo espíritu del mismo como flexible, innovador, descentralizado y no regulado.
En este ensayo, hago un resumen crítico de estas ambigüedades y sus implicaciones para los distintos rumbos de una discutida transición más allá de la salida acordada de la posguerra, centrando mi atención en las posibles herencias específicas para una dinámica de cambio democrática e igualitaria, lo que ha de basarse en el capitalismo socialdemócrata y superarlo.
Más allá del cambio de las personas hacia un posible cambio de sistema
El legado político de los cambios generacionales suele tomar la forma de una rotación de las élites, renovando a las personas, donde los jóvenes salen al rescate de las agotadas personas mayores. Pero en ocasiones, cuando son las instituciones las que se agotan o llegan a ser disfuncionales para la mayoría de la población, el cambio generacional puede producir culturas y a veces estrategias que compiten entre sí para la modernización de un sistema institucional, o incluso de todo un sistema político y económico. Estas son las circunstancias en las que las viejas instituciones han perdido credibilidad para toda una generación, que se inspira —de distintas maneras— en las innovaciones culturales del momento con el fin de moldear sus propias alternativas.
A finales de los años sesenta, las instituciones financieras —dominadas por los Estados Unidos pero basadas en el Estado-nación— empezaban a resquebrajarse. En los lugares de trabajo de toda Europa, los empresarios enfrentaban cada vez más presiones incontenibles debido a las políticas de pleno empleo, que impulsaban el poder de la negociación y una fuerza de trabajo unida y segura de sí misma que ya estaba inquieta por el pacto fordista de la obediencia total a cambio de sueldos altos.
Esta situación empezó a afectar a los beneficios, lo que dio lugar a que los empresarios incrementaran la presión política, con el fin de limitar los sueldos y que se legislara para contener el poder de la mano de obra organizada. En el Reino Unido, fue un Gobierno laborista el que intentó implantar estas políticas en 1967, encontrándose con una fuerte resistencia. Al mismo tiempo, la extensión de la educación superior había originado la creciente demanda de mejores servicios, más diversidad y mayor poder para los estudiantes y profesores.
La demanda de sueldos más altos o mayor inversión chocó directamente con los imperativos del Gobierno para contener el gasto público, salvo el destinado a Defensa. Pero estos movimientos no solo cuestionaron los límites impuestos en el gasto público o el nivel de beneficios; profundizaron mucho más.
El movimiento de liberación de la mujer, por ejemplo, que surgió en 1969 y principios de los años setenta, desbarató las relaciones sociales básicas al cuestionar importantes pilares culturales y materiales del orden establecido. Este movimiento perturbó especialmente el marco idealizado de la familia nuclear, dominada por el proveedor varón y atendida por la mujer dependiente que cría a los hijos en el aislamiento del hogar.
El movimiento de las mujeres no surgió de la nada ni de una inherente fuerza femenina moral. La historiadora Sheila Rowbotham es explícita: “Muchas de las ideas y suposiciones subyacentes que se dieron por sentadas en los primeros días del movimiento de la Liberación de la Mujer surgieron de los movimientos y la cultura de la izquierda del momento”. Relata, más específicamente, que “aunque sabíamos que como feministas quizá querríamos distanciarnos de la grandilocuencia r-r-revolucionaria que envolvía 1968, aun así adoptábamos algunos elementos de tan extraordinario año, incluida su utopía embriagadora”.
Fue la sensación de posibilidad, determinación y confianza lo que generó la fuente de energía característica, palpable, personificada e inextinguible del 68
Fue la sensación de posibilidad y la fuerza de una determinación y confianza compartidas para llevar a cabo estas aspiraciones la fuente de energía característica, palpable, personificada e inextinguible del 68, resumida en el famoso graffiti de las paredes —y más tarde en los carteles— de París: ‘Bajo los adoquines, la playa’ y ‘Seamos realistas, pidamos lo imposible’.
Esta sensación de posibilidad inspiró a muchos movimientos. Sheila Rowbotham describe cómo “nos adaptamos sin dificultad a la importancia de la intervención humana característica de la izquierda libertaria de los años sesenta, transportándola a los grupos de Liberación de la Mujer que empezaban a formarse en 1969”.
En el frente internacional, los movimientos de liberación anticolonial y contra los Gobiernos autoritarios, como en México, se extendieron como la pólvora, sacudiendo la legitimidad de los viejos y no tan viejos órdenes imperialistas y dictatoriales. 1968 inspiró a los aspirantes a ciudadanos de Checoslovaquia y Polonia a rebelarse, definiendo así las revueltas como el inicio de la búsqueda de una verdadera alternativa democrática, tanto a la burocracia soviética como al capitalismo de mercado. Esto abarcaba una alternativa democrática tanto política como económica, no solo ‘la economía planificada más el Parlamento’, como describió en 1968 su visión del socialismo el exministro laborista Jack Straw.
Esta combinación de revuelta desde abajo y crisis en las instituciones de dominación produjo visiones antagónicas y estrategias diferentes para conseguir la modernización. Por una parte, hubo rebeliones por parte de una juventud desenvuelta que rechazó el paternalismo del Estado de bienestar y el socialismo definido por el Estado. Propugnó e inició alternativas claramente participativas, como cursos universitarios, ocupaciones, comunas y cooperativas de vivienda, centros para mujeres maltratadas, atención sanitaria para mujeres dentro del Servicio Nacional de Salud (clínicas para el bienestar femenino), guarderías controladas por la comunidad y toda una serie de medios alternativos.
Estas alternativas fueron más prácticas que teóricas, de ahí su carácter experimental e inacabado. Aun a riesgo de hacerlas parecer más sistemáticas y completas de lo que eran en realidad, diría en retrospectiva que las semillas sembradas tenían el potencial de convertirse en un ‘proceso de cambio impulsado por la democracia’ dentro, contra y más allá de la salida acordada de la posguerra.
Por otra parte, 1968 dio lugar también a una estrategia alternativa liderada por los partidos políticos y los Gobiernos que propugnaban desde mediados de los años setenta una ‘modernización liderada explícitamente por el mercado’. Margaret Thatcher y su séquito de grupos de expertos en libre mercado ya habían empezado, por ejemplo, a acaparar el poder en el Partido Conservador a mediados de los años setenta, tras la derrota de Edward Heath y el creciente poder de la izquierda en el Partido Laborista.
Visiones antagónicas de una transición
La ‘modernización’, desde los primeros años sesenta —es decir, el cambio destinado a superar los límites evidentes del Estado de bienestar de la posguerra y la gestión macroeconómica keynesiana— suele ser motivo de debate, sobre todo por parte de académicos y periodistas cercanos al Nuevo Laborismo y con relación a las instituciones públicas como una necesidad técnica y neutral. En los años ochenta, dominaban la mercantilización y la privatización de las instituciones públicas, entendidas, casi por definición, como inherentemente ‘viejas’ e irreformables desde dentro.
En manos de Margaret Thatcher, la política de vanguardia de la mercantilización, esta implicó también la liberación del ‘espíritu empresarial’, estrechamente asociado a la libertad individual como fuerza esencial del cambio. La idea de que la política liderada por el mercado es la única forma de modernización —incluso su sinónimo— se convirtió en la ortodoxia dominante.
Llegó de la mano de la derrota, marginación y a veces pura represión de un proceso de cambio alternativo, incipiente e impulsado por la democracia. Esta renovación institucional no se proponía a través de incentivos basados en el beneficio, sino mediante la creatividad colaborativa de personas antes subordinadas: trabajadores de primera línea del sector público, usuarios de servicios, obreros manuales y trabajadores precarios aislados, minorías étnicas, familias monoparentales, etcétera.
Sustituiríamos el poder arraigado en la propiedad, el privilegio o la circunstancia por el poder y la singularidad enraizados en el amor, la capacidad de reflexión, la razón y la creatividad. Como sistema social, buscamos el establecimiento de una democracia de participación individual, regida por dos objetivos primordiales: que el individuo participe en aquellas decisiones sociales que determinen la calidad y el rumbo de su vida, y que la sociedad se organice para estimular la independencia de los seres humanos y proporcionar los medios que permitan su participación compartida. - Declaración de Port Huron
En los lugares en los que el cambio liderado por el mercado significaba privatización, el cambio impulsado por la democracia implicaba diversas formas de participación popular en la administración pública (la idea principal fue la democracia participativa), un eslogan fundamental en 1968 y propugnado, por ejemplo, en la declaración del movimiento estudiantil Estudiantes para una Sociedad Democrática (SDS) de Port Huron. La participación de trabajadores de primera línea y usuarios de servicios —es decir, las personas que tenían los conocimientos prácticos para proporcionar servicios eficientes, anteponiendo su valor público al beneficio— sería fundamental en este proceso.
Para comprender por qué surgieron estos rumbos alternativos de cambio sistémico, necesitamos analizar los elementos de 1968, y los años que lo precedieron, que albergaban estas posibilidades ambivalentes.
Los cimientos del legado transformador de 1968
Las rebeliones del 68 y la década siguiente no eran solo protesta y ejercicio de contrapoder ante el orden establecido. Aunque el contrapoder implica el ejercicio de poder dentro de un conjunto dado de relaciones de poder —otra manera de describir el poder militante de la negociación—, los movimientos de finales de los años sesenta y principios de los setenta cuestionaron las mismas bases de las formas dominantes del poder. Buscaron transformar y hasta eliminar por completo las desigualdades que originan el poder.
Mediante su práctica organizada y sus reflexiones en torno a esta, invalidaron las suposiciones fundamentales de las políticas públicas socialdemócratas y liberales. En primer lugar, la forma en que se concibe el conocimiento: como algo primordialmente codificado, leyes científicas que pueden centralizarse y, mediante expertos neutrales, convertirse en la base de una intervención y administración estatales más o menos benévolas, basadas en la suposición de conocer las necesidades de las personas para prestar servicios sociales de manera jerárquica estandarizada.
La primera batalla la libraron los estudiantes que cuestionaban sus experiencias de una educación cada vez más estandarizada. Angelo Quattrochi, un activista periodista italiano testigo de los acontecimientos de París en mayo del 68, describe cómo “sus mentes son controladas por la disciplina, patrulladas por los exámenes, sus corazones congelados por la autoridad, su universidad imita la sociedad y la fábrica, pero ellos no la poseen ni pertenecen a ella”.
A continuación, resume los intentos de derrocar las disciplinas de la universidad (algunos estudiantes se negaron a examinarse, por ejemplo) y de preguntarse qué conocimientos se consideraban válidos. A finales de los años sesenta, la educación superior estimulaba la expectativa de que las oportunidades permitirían una mejor vida para todas las personas.
La realidad resultó contradictoria. Y las mujeres experimentaron sobresaltos de realidad más allá de los límites del mercado de empleo fordista. Como observa Rowbotham: “El impacto de la maternidad en un tedioso aislamiento truncaría muchas esperanzas, mientras la supuesta libertad sexual disfrutada por las mujeres que pertenecían a los estratos intermedios de la clase media culta se tornaría complicada debido a la resaca de la doble moral, el miedo y el desprecio”.
La negativa de las mujeres a aceptar su aislamiento y su subordinación compartida inspiró otro desafío a las mentalidades dominantes del momento, congeladas como estaban en la ideología e instituciones de la Guerra Fría. Me refiero a cómo se entendía mayoritariamente a los individuos como atomizados y separados entre sí y al colectivo como por encima del individuo, sólido y cosificado como si las relaciones sociales entre individuos no tuvieran importancia.
Este enfoque contribuyó a que se pensara en la sociedad como algo moldeado tanto por una reacción contra los colectivismos burocráticos de la mano de obra y la Unión Soviética como la revulsión por el individualismo exagerado del auge consumista. Su visión implícita de la sociedad ‘relacional’ asumía la existencia de unas relaciones entre individuos relativamente duraderas, aunque transformables, en vez de la suma de acciones individuales (el individualismo dogmático del capitalismo de libre mercado) o como conjuntos supraindividuales (el colectivismo burocrático del socialismo existente).
El último cuestionamiento se produjo en torno a las definiciones de los derechos humanos supuestamente universales, basados en el paradigma del varón blanco. En este sentido fueron decisivos movimientos como el de los derechos civiles y Black Power en los Estados Unidos, que contribuyeron a crear un nuevo lenguaje político que desafiaba la subordinación cultural, simbolizado por los puños enguantados elevados de los medallistas de oro y bronce, Tommie Smith y John Carlos, en los Juegos Olímpicos de 1968 cuando estaban en el podio sin mirar la bandera mientras sonaba el himno nacional. En su autobiografía, Silent Gesture, Smith declaró que el gesto no fue “un saludo Black Power”, sino “un saludo de derechos humanos”. Así fue, ciertamente, cómo la interpretaron las personas oprimidas y subordinadas del mundo.
En general, en la ‘nueva’ izquierda influida por los movimientos sociales, estos fundamentos sustentaron la separación de los binarios del mercado y del Estado de la Guerra Fría, en la que el principal objetivo estratégico fue ‘tomar’ el poder estatal o ‘ganar’ el poder gubernamental y tomar las riendas del Estado para encaminarse hacia el cambio de sociedad, hacia la implicación directa en la creación de alternativas ejemplares y factibles para la sociedad y la economía civiles, propiciadas o protegidas por un nuevo tipo de Estado. (O, como explico en Estado del poder 2016, un alejamiento de las estrategias basadas en el ‘poder como dominación’ hacia la construcción del poder como capacidad transformativa en que el poder como dominación puede ser un recurso).
Este pensamiento, que asumió diversas formas según los contextos históricos específicos, creó una práctica rica y variada en los años setenta y ochenta, de resultado diverso, pero importante dentro de sus éxitos y fracasos. A veces implicó una dimensión gubernamental, combinada con una visión parcial de la transformación del Estado; por ejemplo, el Consejo del Gran Londres bajo Ken Livingstone en los años ochenta, brevemente el Chile de Allende a finales de los años setenta y el Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil a lo largo de los años ochenta.
Todo esto tomó a veces la forma de una doble vía para construir el poder popular al mismo tiempo que se hacía campaña por la victoria electoral, pero le faltaba la visión de transformación del Estado sobre la base del poder popular. En este sentido, el PT sería otra vez un buen ejemplo, con su énfasis en la democracia participativa, un tema clave del movimiento estudiantil del 68 que inspiró a los activistas del PT, muchos de ellos exiliados en París a finales de los años sesenta y setenta. Fueron también importantes el entendimiento y la valoración de las capacidades de las personas oprimidas por parte del PT (articulados notoriamente por uno de sus miembros, Paulo Freire).
Hubo también organizaciones de la sociedad civil que crearon alternativas que ilustran maneras participativas de organizar los servicios públicos y reivindicar que los lugares de trabajo de propiedad privada produjeran para el uso social sobre la base de la necesidad social y el control democrático.
En toda Europa, durante los años setenta se llevaron a cabo campañas radicales en torno a la vivienda, la educación, la salud, las necesidades de las mujeres y las personas con discapacidad que fueron mucho más allá de la protesta e incluso del contrapoder para contribuir a la creación de una contrahegemonía, al mostrar que una alternativa es posible e inspirar la confianza necesaria para conseguir el apoyo político. (Véase el ensayo de Luciana Castellina para entender el funcionamiento del Partido Comunista Italiana y la experiencia italianamás amplia.)
Fueron esenciales para estas prácticas las estrechas e innovadoras alianzas con el movimiento de mano de obra organizada y los trabajadores en general. Las inspiraron inicialmente las alianzas francesas entre trabajadores y estudiantes, y algunas fueron más simbólicas y estratégicas.
Por ejemplo, en la Universidad de Oxford, mientras los estudiantes de la Sorbona se unían a los trabajadores de la Renault en las afueras de París, nosotros íbamos montados en nuestras bicicletas y motocicletas, con nuestra alegría desenfadada, para repartir octavillas a trabajadores de la fábrica de automóviles cuando entraban a trabajar a las seis de la mañana. Nos solidarizábamos con un grupo político a cuyos miembros se amenazaba con la expulsión de la universidad por repartir octavillas a los mismos trabajadores a quienes se presionaba para aumentar la productividad sin ningún incremento en sus salarios.
En 1968, el trabajo y la comunidad se unieron cuando las esposas de los marineros de los arrastreros de Hull protestaron contra los barcos inseguros que habían causado la muerte de sus maridos. En aquellos momentos, este tipo de asociaciones no era habitual, aunque 1968 abría también nuevas posibilidades y plataformas que permitieron la extensión de las iniciativas de base (las mujeres de Hull contaron su historia ante una asamblea abarrotada del Institute for Workers’ Control, en sí mismo una convergencia de estudiantes y artistas radicales y delegados sindicales militantes).
Como comenta Rowbotham, “esta protesta por parte de mujeres que no habían tenido voz pública anteriormente, fue profundamente inspiradora”. La experiencia adquirida al enfrentarse los trabajadores manuales a sus problemas y la radicalización estudiantil generada llevaron a colaboraciones más sostenidas y materialmente relevantes durante los años setenta. De hecho, un elemento frecuente —aunque no generalizado— del sindicalismo radical de base de aquel periodo fue la implicación de académicos comprometidos para investigar estrategias empresariales que propiciaran el desarrollo de alternativas por parte de los trabajadores.
Asimismo, movimientos específicos, sobre todo el movimiento de mujeres y los elementos más radicales del movimiento ecologista, priorizaron la organización con ciertos grupos de trabajadores. Por ejemplo, los estudiantes de Oxford apoyamos la organización de los trabajadores que limpiaban las dependencias de la Universidad, siguiendo el ejemplo de las feministas que jugaron un papel constante durante los primeros años setenta para organizar el difícil trabajo cotidiano del turno de noche en las oficinas de la City londinense. Ecologistas radicales trabajaron estrechamente con ingenieros, diseñadores y la empresa de componentes militares Lucas Aerospace, en una inspiradora campaña liderada por sindicalistas y concebida para sustituir la producción militar por productos socialmente útiles, incluidos el ahorro energético y el transporte energéticamente sostenible. Estas asociaciones gozaron de una dinámica política autónoma.
Los años de la derrota
Como las asociaciones con las luchas de la clase trabajadora fueron tan importantes para los movimientos de 1968 —en la práctica o potencialmente—, el impacto de la lucha de clases librada por los Gobiernos neoliberales contra los sindicatos y los Gobiernos de izquierdas, tanto nacionales como locales, fue devastador. Sin las alianzas materiales de clase y los cimientos que estos movimientos construyeron en los años setenta, la ruptura cultural surgida de las rebeliones de 1968 propiciaba cada vez más un giro hacia el individualismo del mercado.
En ausencia de estas fuentes materiales de lo que llamo ‘poder transformador’, nuevos entendimientos del conocimiento podían sostener y de hecho sostuvieron un giro a lo que se ha llamado una perspectiva ‘posmoderna’ que tiende a centrar la atención solo en la dimensión cultural de los movimientos sociales, como si, en sus formas más extremas, no existiera una realidad extranarrativa.
A modo de ejemplo, esta circunstancia podría conducir a la suposición de que el trato de las mujeres como objetos sexuales era solo cultural y, por tanto, podría cuestionarse sin oponerse también a la sobreexplotación económica y la organización social de la reproducción a través de la familia nuclear. Un enfoque más materialista exploraría los modos en los que estas formas económicas de opresión sustentaron y posibilitaron el desprecio hacia las mujeres como seres humanos, sin negar la importancia de la representación cultural y sus consecuencias materiales.
Los posmodernistas que consideran que lo simbólico o narrativo constituye la realidad no pueden expresar [la centralidad de] el decidido esfuerzo colectivo de los movimientos sociales por transformar estructuras que existen independientemente de sus actividades.
Pese a hacerse eco de la preocupación por el lenguaje de los movimientos sociales al crear nuestra vida social y cultural antes que solo reflejar la realidad, y teorizar sobre ella, los posmodernistas, que consideran que lo simbólico o narrativo constituye la realidad, no pueden expresar lo que es central para los movimientos sociales como actores políticos: su decidido esfuerzo colectivo por transformar estructuras que existen independientemente de sus actividades.
El posmodernismo llegó a tener mucha más influencia con el auge del neoliberalismo a finales de los años setenta. Fue atractivo para la generación de 1968, leal a la cultura de estos movimientos pero desilusionada con los esfuerzos frustrados de dar lugar al cambio social. Disfrutó de su mayor impacto en Francia en 1968 y el Reino Unido a principios de los años setenta, cuando los primeros movimientos sociales habían sido más fuertes, al tiempo que sufrieron su mayor derrota.
Durante un periodo corto pero determinante, el posmodernismo debilitó la izquierda de los movimientos sociales ante la arremetida neoliberal. Lo hizo mediante una polarización falaz entre los llamados ‘nuevos movimientos sociales’ y la organización obrera, justo en el momento en que estas colaboraciones necesitaban todo el apoyo disponible para desarrollar cualquier tipo de desafío contrahegemónico frente a la influencia de la política de libre mercado que tenía cada vez más influencia a partir de finales de los años setenta: el derrocamiento de Allende y las victorias de Margaret Thatcher en 1979 y Ronald Reagan en 1981.
Transformación bloqueada, mercado desatado
Un factor decisivo en la apropiación del espíritu del 68 por parte de la derecha y la insuficiencia de la ruptura cultural del este fueron las respuestas categóricas —cuando no directamente hostiles— por parte de los partidos convencionales de la izquierda (y en algunos casos, hasta de los sindicatos) a los movimientos radicales del periodo. Esto ocurrió en toda Europa; en Alemania, y en Francia e Italia fue especialmente notable la repuesta de los partidos comunistas y la socialdemocracia.
En el Reino Unido, esta hostilidad fue ilustrada por los líderes del Partido Laborista hacia la izquierda radical influida por el 68, desde la nueva política de Tony Benn que respondía explícitamente a las nuevas ideas de los últimos años sesenta mientras intentaba disuadir al Partido Laborista de adoptar estas ideas (véase su ensayo publicado por la Sociedad Fabiana en los años setenta A New Politics; Socialist Renaissance) hasta la hostilidad igualmente fuerte hacia el Consejo del Gran Londres de Ken Livingstone. Se podría describir a estos políticos como los ‘defensores institucionales del 68’ en los primeros años ochenta y durante la huelga de los mineros en los años 1984 y 1985, con una fuerte resonancia entre los movimientos feminista, gay y negro de todo el país, que utilizaban los principios organizativos horizontales y no jerárquicos asociados a los ‘nuevos movimientos sociales’ y reivindicaban soluciones hermanadas entre las comunidades locales, generalmente lideradas por mujeres y los diversos grupos que componían la izquierda urbana.
Esta hostilidad por parte del Partido Laborista fue reforzada por la represión a veces encarnizada de los partidos de la derecha y los ataques feroces procedentes de los medios de comunicación dominantes. En general, esto implicó que estas rupturas culturales se convirtieran pocas veces en realidades institucionales y mucho menos en cambio institucional.
La reaparición de la cultura política en 1968
Dada la marginación de la influencia de 1968, resulta bastante sorprendente que como arroyos montañosos, este pensamiento radical —intenso en su práctica ejemplar y con su poderosa crítica de instituciones esencialmente defectuosas— aflora gracias a los recuerdos cuando dichas instituciones entran periódicamente en crisis.
Me refiero, sobre todo, a la ola de rebeliones conocidas como el ‘movimiento alterglobalización’ que planteó un desafío a las instituciones del orden mundial corporativo y neoliberal de los últimos años noventa. Sus prácticas organizativas, su cultura antiautoritaria y su democracia anticorporativa y participativa se hacían eco de los temas de 1968. Y una vez más, en las revueltas de 2011 de los Indignados en España y la irrupción extraordinaria de apoyo al liderazgo reticente de Jeremy Corbyn en el Partido Laborista de hoy, lo volvemos a ver.
En este caso, se hace eco de algunos de los planteamientos más estratégicos generados en 1968: Bertie Russell, académico-activista involucrado en la política urbana radical, nacido en 1985, señala:
“En términos de un legado directo de 1968, quizá debería tener una sensación de historia, no necesariamente presente. Sin embargo, sigue siendo un punto de referencia increíblemente importante, no solo para mí, sino también para muchas personas con las que me relaciono. El relato que me cuento —o que algunos nos contamos— es que 1968 representó un alejamiento de la política obrerista organizada en torno a un escenario de liberación o lucha, o el lugar de oportunidad para una política progresista, definida, por un lado, por el lugar de trabajo y, por otro, por el Estado.”
Centrándome en Corbyn, por ejemplo, se ha producido una ruptura con la cultura dominante algo cerrada del pasado reciente del Partido Laborista, lo que incluye la naturaleza tradicional, centrada en las contiendas electorales, de los debates del Partido. La apertura hacia una cultura participativa, que evoca la de 1968, es muy evidente en las discusiones de amplio contenido del festival The World Transformed, organizado desde hace dos años en paralelo a la conferencia del Partido Laborista, pero en estrecha interacción con esta, donde los delegados se mueven libremente entre los dos acontecimientos. Apoya el festival Momentum, el movimiento creado para consolidar y extender el apoyo al liderazgo de Corbyn y una transformación del Partido Laborista, aunque independiente de esta.
Bertie Russell señala: “Hay ahora un espacio. ¿Cómo lo llenamos? ¿Cuál es la oportunidad para llenar este espacio? Es en este momento cuando, de repente, 1968 vuelve a ser relevante: ¿Cómo reflexionamos sobre nuevas formas de comunidad donde organicemos la sociedad de otra manera o creemos nuevas maneras de pensar la economía? 1968 nos demostró que es posible no centrarse en el sindicato como el lugar en el que la lucha anticapitalista tenga que suceder, o que sea el Estado el que origine el cambio. El espíritu de 1968 ha perturbado estas dos cosas”.
Esto plantea la pregunta de cómo fue posible la irrupción de una política participativa de acción directa, con una sensación de utopía factible. Igual que la aparición y desaparición de los arroyos montañosos es motivo de estudio científico y geológico, la reaparición de varios elementos de la cultura democrática, colaborativa y organizativa del 68 nos obliga a estudiar cómo se ha mantenido viva y actualizada una cultura de política nueva.
Una infraestructura descentralizada que mantiene la memoria y la continuidad por debajo del radar
No obstante, 1968 no es del todo único. Ha habido momentos en el pasado que, aunque fueron consecuencia de acontecimientos previos, definieron una generación y produjeron cambios tectónicos. El fin de la Guerra Civil española en 1936 sería un ejemplo, y la consolidación en 1945 de los partidos comunistas en casi toda la Europa occidental sería otro; en el Reino Unido, la derrota por parte del pueblo de la Alemania nazi, tanto en el frente de guerra como en el frente interno, produjo una determinación de derrotar también a los enemigos de la paz de la preguerra: el desempleo y la pobreza. Y esto llevó a su vez tanto a la elección del modesto laborista, Clement Attlee, frente al líder heroico de la guerra, Winston Churchill, como a colocar los cimientos del pleno empleo (masculino) y los niveles de educación y sanidad que dieron lugar a la confianza y el optimismo de la generación nacida al final de la guerra.
La radicalización originada por estos momentos anteriores llevó al crecimiento de los partidos políticos que actuaron como memoria colectiva del momento y por lo menos como algunas de sus ideas: en 1936, fueron los partidos comunistas, sobre todo del sur de Europa, y en el Reino Unido, el Partido Laborista en 1945. Después de 1968, salvo la experiencia excepcional de Noruega, no era común la aparición de un partido de los movimientos sociales de izquierda.
En todos los momentos de radicalización, las personas mantienen vivas sus propias creencias, traspasando las instituciones formales: a veces tan solo mediante la fortaleza de sus convicciones, al transmitirlas a su propia familia, a través de sus redes personales y grupos más o menos organizados de amistad. Por ejemplo, un grupo de miembros y exmiembros del Partido Comunista se reunió en 1956 para intentar entender qué ocurría en el mundo, especialmente el mundo comunista, y lo han seguido haciendo cada mes, al menos hasta la consolidación de la revista que cofundé en 1996, bajo el nombre de ‘el Club Anjou’, por el restaurante en el que se reunieron por primera vez, invitando a jóvenes como oradores para mantenerse al día.
Cuando los movimientos de finales de los años sesenta y principios de los setenta se enfrentaron a la dispersión y el declive, las relaciones y redes informales —en ausencia de partidos políticos relevantes capaces de abrirse a la generación política del 68— eran de aún mayor importancia, sobre todo desde el dramático debilitamiento del que fueron víctimas las organizaciones obreras a medida que las ideas neoliberales se convertían en políticas destinadas a destruir toda muestra material de colectivismo, y mucho más de socialismo.
Lo que caracterizó las consecuencias del 68 fue que la cultura de aquel momento de radicalización valoró y propició la construcción de una memoria compartida.
Lo que caracterizó las consecuencias del 68 fue que la cultura de aquel momento de radicalización valoró y propició dicho recurrente proceso informal y personal de construcción de una memoria compartida. El resultado fue la creación consciente de iniciativas para compartir ideas, la fertilización cruzada entre grupos sociales y localidades, la comunicación con un territorio más amplio, el debate y la clarificación de ideas, y la creación de los medios para la alimentación cultural y la solidaridad mutua.
En el Reino Unido, durante los años setenta, la mayoría de las ciudades tenía una librería radical; los grupos de estudio, investigación y lectura brotaban por todas partes, en las universidades y de forma independiente; numerosos grupos radicales de teatro recorrían los bares y clubes del lugar, juntando a activistas de diferentes generaciones; publicaciones críticas se creaban y se cerraban, formando a nuevos comunicadores que lanzaban o apoyaban nuevas iniciativas; a veces jóvenes activistas se implicaban en instituciones más viejas, por ejemplo los consejos sindicales de la ciudad (TUC), animándolas a crear nuevos vínculos con los grupos comunitarios, de mujeres y de inquilinos que pedían sus derechos.
Algunas veces, las instituciones locales se unían para juntar las diversas iniciativas y fortalecerlas sin minar su autonomía. Los centros socialistas de Tyneside [noreste de Inglaterra] e Islington [Londres] fueron dos ejemplos que mantuvieron durante varios años estructuras relativamente estables; pero en muchas localidades, una izquierda dispar convergió periódicamente para debatir y unir sus fuerzas frente a los recortes o los cierres de fábricas que se incrementaban a medida que el gasto keynesiano anticíclico dio paso al monetarismo, a un nivel aceptable de desempleo, al recorte del gasto estatal y al proceso propicio para la desindustrialización.
El carácter diferenciador de la ruptura de los movimientos del 68 con los modelos políticos centralizados del pasado significó de alguna manera que estos movimientos estaban preparados culturalmente para aprovechar los medios plurales descentralizados de conseguir la continuidad política que reprodujera una memoria compartida, aprendiendo e interconectando sus diversos elementos.
El valor que los movimientos concedieron a los conocimientos prácticos, frente a los teóricos, buscaba legitimar la idea de iniciativas autónomas por su propia viabilidad que no dependiesen de una iniciativa central para su existencia.
Por otra parte, la ruptura con la autoridad de los conocimientos ‘expertos’ no fue —a diferencia de la ruptura luterana con la autoridad religiosa— a favor de la conciencia individual, sino más bien de la autonomía colaborativa. De esta manera, el modelo favorecido fue descentralizado pero coordinado, lo que permitió que las ideas se extendieran y reprodujeran sin un partido nacionalmente organizado.
A pesar de la derrota formal de aquel momento, se conservó mucha capacidad e iniciativa por debajo del radar de la política convencional, que reanimó y fracturó dicho radar en cuanto surgió la oportunidad de que un esfuerzo colectivo tuviera repercusión.
El potencial ambivalente de internet y la tecnología digital, y sus raíces en la contracultura del 68
Esta combinación de la iniciativa descentralizada con la coordinación en red es exactamente lo que caracteriza las relaciones sociales que posibilitan internet y las nuevas tecnologías digitales en general. Se podría argumentar que la contracultura del 68 preparó el camino de la cibercultura del siglo XXI. De hecho, hay una continuidad histórica directa con las rebeliones de los años sesenta. Resulta de interés señalar que el uso de internet y sus tecnologías asociadas como herramientas para cumplir el sueño de una vida armoniosa (entre las personas y con el medio ambiente) tiene curiosamente sus raíces en la contracultura californiana de finales de los años sesenta.
La continuidad no es tanto con la política ideológicamente comprometida de la Nueva Izquierda del momento, sino con el deseo más difuso de cambiar el mundo existente en el movimiento de la comuna ‘de vuelta a la tierra’ conocido como el ‘nuevo comunalismo’. Fue caracterizado por una visión holística de desarrollo personal y social, y el compromiso con una ética de compartir y difundir la información y la innovación, representada y propagada por el Whole Earth Catalog en asociación con el máximo emprendedor contracultural, Steward Brand. .
Aunque algunas de las tecnologías específicas surgieron de la colaboración entre los tecnólogos que trabajaban originalmente en Defensa, el desarrollo de internet fue posible gracias a la miniaturización de los ordenadores que permitió el control por parte de los usuarios de sus máquinas. Al mismo tiempo, el Whole Earth Catalog y la lógica cultural del nuevo comunalismo proporcionaron a los informáticos —la mayoría salida del legado intelectual y organizativo de la investigación de la Guerra Fría— los usos y, por lo tanto, los marcos comerciales de las nuevas máquinas personales.
Stewart Brand trabajó duro para unir estos dos grupos, junto con los frikis radicales y los circuitos de la vida alternativa, aunque posteriormente abrazó el ecomodernismo que contradecía en cierta medida su anterior entusiasmo por la creatividad y la colaboración de base.
La ética abierta y participativa que subyace en el uso de estas nuevas herramientas se fortaleció inconmensurablemente cuando Tim Berners-Lee y sus colegas de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (conocida por su acrónimo francés, CERN) crearon internet. Fue bastante explícito sobre su importancia como código abierto para una sociedad en cambio; desde entonces hemos sido testigos del monopolio por parte de los gigantes digitales Facebook y Google.
Cualquiera que sea la historia exacta de la revolución de la tecnología y de la información y la comunicación (TIC), podemos ver que exhibe la misma ambivalencia que todas las corrientes que provienen de alguna manera de 1968: impulsada por una cultura que favorecía tanto la colaboración y la autonomía y que podía ser un instrumento, o bien para renovar el mercado privado, o bien para extender la economía cooperativa.
Un punto de inflexión para la crisis de un mercado no regulado
Diez años después del desplome de Lehman Brothers en los Estados Unidos (que precipitó la Gran Recesión) y en el año del colapso de Carrillion en el Reino Unido —y probablemente de otros grandes contratistas privados (involucrados a menudo en iniciativas de financiación privada, PFI, o las llamadas asociaciones público privadas, PPP)— parece que lo que está en juego no es solo la avaricia corporativa, los préstamos irresponsables, la externalización y las PFI, sino toda la doctrina de que ‘el mercado sabe más’, del Estado recortado, de que la planificación se encomiende a las grandes empresas, de abandonar la frontera entre la Administración del Estado y el sector privado.
Bertie Russell comenta, reflexionando sobre el espíritu del 68, fuese lo que fuese este: “Estamos en un punto de inflexión donde se ha hurtado la libertad individual para incorporarla a la narrativa de la gestión neoliberal; pero la demanda era de libertad colectiva. Es en este punto en el que nos encontramos. Se ha reventado el mito de la libertad individual del neoliberalismo; tenemos que reincorporar este relato de nosotros como colectivos y comunidades. La idea es que establezcamos una libertad colectiva. Hemos tardado mucho en recuperarnos”.
Bertie tiene razón al afirmar que Thatcher arrancó el deseo de libertad individual de su contexto de emancipación social, convirtiéndolo en algo raquítico y atomizado para justificar el mercado no regulado. Pero ahora, 50 años después del Movimiento por la Libertad de Expresión de Berkeley —una de las acciones directas emblemáticas de 1968— he aquí una nueva generación que la recupera y cree en la responsabilidad individual en el contexto de un movimiento social por la libertad, en palabras del desaparecido Mario Savo, uno de los líderes de dicho movimiento:
“Hay un momento en el que el funcionamiento de la máquina llega a ser tan odioso y te hastía hasta tal punto que no puedes tomar parte en el mismo. Y tienes que echar tu cuerpo sobre las marchas, las ruedas y la maquinaria para pararla. Y tienes que señalar a las personas responsables de su funcionamiento de que, sin tu libertad, no se permitirá que funcione la maquinaria.”
Esto, al fin y al cabo, es lo que hizo la juventud cuando viajó a Seattle en 1999 para cerrar la Organización Mundial del Comercio (OMC); cuando, en 2011, ocupó Zucotti Park, Wall Street y los alrededores de la catedral de San Pablo en los límites de la City de Londres; cuando, también en 2011, organizó comunidades de resistencia en las plazas de España y Grecia. Y cuando dejó su casa y trabajo —si lo tenía— para unirse a los nuevos movimientos políticos de Bernie Sanders o Jeremy Corbyn, Momentum en el Reino Unido, y Our Revolution en los Estados Unidos, que ya han perturbado la maquinaria política en ambos países.
Puede ser que no estemos al borde de un nuevo 1968, con todo lo que eso supuestamente significó —¡aunque nunca se sabe!— y que las energías de estos movimientos solo tengan una relación tangencial con su antecesor. Pero es siempre fuente de fortaleza saber que ha habido precedentes de los que se puede aprender. Y ayuda también trabajar con los líderes que participaron en los movimientos anteriores y que, por consiguiente, saben entender el potencial de la nueva generación y responder a sus necesidades y aspiraciones.
Traducción: Christine Lewis Carroll
Este artículo forma parte del informe Estado del poder 2018, editado en castellano por Transnational Institute (TNI) y FUHEM Ecosocial