ESTADO DEL PODER 2018
Huertos comunitarios de Madrid
Donde los contrapoderes de barrio echan raíces
José Luis Fernández Casadevante Kois, Nerea Morán y Nuria del Viso
04 January 2018
El principal rasgo que tiene el ejercicio del poder es que irremediablemente genera resistencias, como de forma minuciosa estudió Foucault. No hay sociedades armónicas: los conflictos de intereses entre distintos grupos sociales son una constante a lo largo de la historia y probablemente son el principal motor del cambio en nuestras sociedades. El contrapoder aparece como el mecanismo de acción colectiva por el que los agravios padecidos por los grupos sociales subordinados u oprimidos se politizan, ya sea en forma de rebeldías silenciosas que perviven latentes en la vida cotidiana o mediante desafíos declarados abiertamente en la esfera pública.
Las formas que adopta esta acción colectiva han ido variando a lo largo del tiempo debido a factores como los cambios tecnológicos, las transformaciones culturales o las dinámicas socioinstitucionales. La noción de contrapoder ha sido siempre ambivalente: por un lado, se define de forma negativa, por su capacidad de decir NO y obstaculizar el desarrollo de la agenda de las élites hegemónicas; por otro, transmite una potencia autoafirmativa, una capacidad de decir SÍ y de desplegar nuevas sensibilidades, deseos, formas de organizarse y estilos de vida alternativos. El poder destituyente y el poder constituyente conviven como las dos caras inseparables de una misma moneda.
Nuestros automatismos cognitivos tienden a asociar las luchas sociales a imágenes de revueltas, masivas movilizaciones y épicas insurrecciones. Episodios donde se escenifica el conflicto, que llevado al terreno urbano encontraría en la barricada su arquitectura mitológica. Una efímera construcción que simboliza dos mundos en conflicto, hecha de adoquines mágicos que se levantan para formar fortalezas, como describía Baudelaire.
¿Y si frente a la barricada pensáramos el contrapoder desde un espacio como un huerto comunitario?
¿Y si frente a la barricada pensáramos el contrapoder desde un espacio como un huerto comunitario? Hablaríamos de defender la existencia de espacios donde cuidar la vida de las comunidades locales y las plantas, de cultivar alimentos y cosechar relaciones sociales, de ecosistemas barriales y ambientales amenazados por el mercado y las políticas urbanas.
Emmanuel Lizcano solía afirmar que las metáforas y los imaginarios nos piensan, inconscientemente conforman nuestros patrones de pensamiento, lo que en nuestro caso puede llevarnos a concebir el conflicto social de una forma excesivamente mecánica. El contrapoder queda reducido a un largo proceso de acumulación de fuerzas y hegemonía capaz de enfrentarse exitosamente al poder establecido; hasta que el “empate catastrófico” al que se refería Gramsci se rompe y el contrapoder se convierte en un nuevo poder legítimo.
Pensemos en el movimiento obrero con sus sindicatos y partidos, cooperativas de consumo y trabajo, mutualidades, periódicos y revistas, escuelas populares, ateneos y bibliotecas, casas del pueblo, coros, bandas de música, clubs excursionistas, grupos de teatro, asociaciones de mujeres, redes de apoyo mutuo en los barrios… y encontraremos un verdadero mundo que funcionaba según sus principios y reglas. Una constelación de instituciones sociales donde se generaba una sociabilidad, se ensayaban mecanismos de solidaridad, se reproducía una cultura y unos estilos de vida autónomos del poder. ¿No parece un reduccionismo pensar que esta compleja multiplicidad rebosante de vida era un mero ejercicio de acumulación de fuerzas en espera del día de la revolución?
Nos interesa el contrapoder en la medida en que hace referencia a habitar un conflicto sin estar obsesionado por la confrontación, en la medida en que reconoce un gesto de desafío radical en la construcción de nuevas relaciones sociales. Algo que entronca con corrientes históricas del socialismo y el anarquismo que orientaban sus esfuerzos a construir iniciativas y proyectos que anticiparan los rasgos de lo que sería una sociedad no capitalista. Un antiguo laborista como G. D. H. Cole afirmaba sabiamente que la revolución debía ser lo menos parecido posible a una guerra civil y lo más parecido que se pueda a un registro de hechos y una culminación de tendencias ya existentes.
Así que pondremos el énfasis en la dimensión afirmativa y constituyente del contrapoder, rastreando experiencias capaces de transformar nuestras ciudades, la vida de las personas y que simultáneamente promuevan cambios radicales a pequeña escala. Siguiendo la estela de las utopías reales investigadas en medio mundo por Erik Olin Wright, donde lo pragmáticamente posible no es independiente de nuestra imaginación, sino que, al contrario, toma forma a partir de nuestras visiones sobre la realidad y nuestras formas de habitarla de forma diferente.
Igual que los esclavos fugados en Brasil fundaban asentamientos escondidos en medio de la selva, conocidos como quilombos, en nuestras junglas de asfalto también existe un amplio abanico de modestos contrapoderes ocultos, infravalorados e invisibilizados. En este trabajo enumeraremos y presentaremos algunos de ellos para centrarnos en una de sus expresiones: los huertos comunitarios, en concreto en la experiencia de la ciudad de Madrid.
Resistir al urbanismo de la austeridad
Resistir al urbanismo de la austeridad
Una ciudad más que un lugar en el espacio, es un drama en el tiempo. - P. Geddes
El derrumbe financiero iniciado en 2008 supuso el final del espejismo de un modelo de crecimiento económico progresivamente desvinculado de la satisfacción de las necesidades sociales. Las ciudades han concentrado los dramáticos impactos socioeconómicos (endeudamiento familiar, desahucios, elevadas tasas de desempleo, pobreza energética, insolvencia alimentaria, deterioro y privatización de servicios públicos…), que han dado lugar a una fuerte pérdida de cohesión social.
Una dinámica agudizada al aplicar un urbanismo de la austeridad que abre la puerta al sector privado en la prestación y gestión de servicios, aumentando su protagonismo a la hora de definir las líneas estratégicas de transformación de la ciudad. Una reestructuración de las políticas urbanas que se basa en procesos como la promoción de megaproyectos y megaeventos, los partenariados público-privados, la apertura a la inversión extranjera en las áreas de más interés, el desequilibrio en la prestación de servicios públicos en función de la capacidad adquisitiva de los distintos barrios, la gentrificación, y la mercantilización de sectores como pueden ser los de la gestión medioambiental, las zonas verdes o el mismo espacio público.
Inversores, promotores inmobiliarios y grandes corporaciones han pilotado la progresiva mercantilización de la ciudad, logrando que los mercados desarraigados de las necesidades sociales y libres de controles políticos condicionen el rumbo de los gobiernos urbanos.
Inversores, promotores inmobiliarios y grandes corporaciones han pilotado la progresiva mercantilización de la ciudad, logrando que los mercados desarraigados de las necesidades sociales y libres de controles políticos condicionen el rumbo de los gobiernos urbanos. Y la ciudadanía ha padecido las dramáticas consecuencias: autoritarismo de mercado y erosión de las democracias locales, auge de la corrupción, aumento de los patrones de insostenibilidad ambiental y crecimiento exponencial de las desigualdades.
Un movimiento que cíclicamente, a lo largo de la historia, ha provocado una respuesta mediante la cual se activan mecanismos de autoprotección de la sociedad, lo que Polanyi definió en La gran transformación como “doble movimiento”. La amenaza de la utopía del libre mercado provoca anticuerpos capaces de repolitizar la vida cotidiana y desplegar múltiples proyectos alternativos orientados a subordinar lo económico a lo político.
La narrativa oficial de la crisis comienza a ser cuestionada en la esfera pública del Estado español de la mano del 15M en 2011, inaugurando el ciclo de acción colectiva más intenso de nuestra historia reciente. Las acampadas y asambleas configuraron microciudades a escala en el corazón de la gran ciudad, una suerte de anteproyectos de otras ciudades posibles, generando una nueva atmósfera más proclive al cambio social.
Frente al urbanismo de la austeridad emerge desde la sociedad civil un urbanismo cooperativo; intensivo en capacidad de innovación para solucionar problemas, en protagonismo ciudadano y en formas más democráticas de entender lo público. En nuestro entorno las respuestas a la crisis han tomado diversas formas: luchas contra los desahucios y por la recuperación de viviendas llevadas a cabo por la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH); mareas ciudadanas en defensa de los servicios públicos como la sanidad y la educación donde convergen usuarios, profesionales y sindicatos; recuperación de edificios para construir centros sociales; puesta en marcha de despensas comunitarias para familias en situación de vulnerabilidad; articulación de redes de acompañamiento y solidaridad vecinal contra la exclusión sanitaria de las personas migrantes; o toma de solares abandonados para cultivar huertos comunitarios.
No se trata solo de una acción defensiva contra la pérdida de derechos, y la privación de recursos y servicios básicos sino de una recuperación de la reflexión y enunciación colectiva de propuestas.
El principal éxito de esta pluralidad de contrapoderes ha sido quebrar el relato sobre la crisis; paralizar las políticas más agresivas de privatización de la sanidad, la educación o el agua; popularizar acciones de desobediencia civil (paralización de desahucios, ocupaciones, impago de la subida de impuestos en los medicamentos, atención médica a personas sin papeles…) e iniciativas legislativas populares orientadas a modificar el marco jurídico, donde destacaría la propuesta de la PAH por el derecho a la vivienda; así como desarrollar un uso no hegemónico del derecho internacional consiguiendo varias condenas hacia el Estado español por vulneraciones de derechos humanos. No se trata solo de una acción defensiva contra la pérdida de derechos, y la privación de recursos y servicios básicos sino de una recuperación de la reflexión y enunciación colectiva de propuestas.
Un ciclo de movilización que ha consolidado una modesta e imperceptible geografía de la resistencia, que se materializa en unas formas diferenciadas de concebir, imaginar y habitar el territorio.
Los contrapoderes mientras resuelven problemas tienden a impulsar intencional o inconscientemente modelos urbanos alternativos donde desarrollar otros estilos de vida, para ello resignifican y politizan nociones como el barrio o el espacio público; y producen lugares desde los que reconstruir nuevas relaciones sociales y prácticas: los centros sociales, los huertos comunitarios, la gestión comunitaria de equipamientos, la reinvención de espacios públicos vacíos o infrautilizados…
Vivir de otra manera implica la construcción material de otras territorialidades, donde, aunque sea a pequeña escala y de forma fragmentaria, resulta posible reproducir otros patrones de relación entre las personas y de estas con su entorno.
Sembrando el cambio en las plazas
They can cut all the flowers, but they can’t stop the coming of spring.
– Pablo Neruda.
En las acampadas que a partir de 2010 se replicaron por las grandes ciudades de todo el mundo, desde la plaza Tahrir hasta la Puerta del Sol, desde Occupy Wall Street hasta Gezi Park, se escenificó ese contrapoder ciudadano, que exigía un mayor grado de democracia y se levantaba contra las políticas austericidas.
La convivencia de miles de personas en las acampadas permitió experimentar el espacio público como lugar colectivo y político objeto de una ocupación “potencialmente permanente y autogestionada”, convirtiéndose en una metáfora de otra forma de habitar la ciudad, reinventando el espacio público como espacio común, “una representación performativa de justicia e igualdad”, en el que protestar en común, pensar en común, vivir en común y explorar valores alternativos en común.
Las acampadas se estructuraron como ciudades efímeras, con espacios diferenciados para distintas actividades y necesidades: zonas infantiles, bibliotecas, centros de comunicación e información, comedores, placas solares… en muchas de ellas, entre las lonas y las asambleas, de una forma u otra también encontraron su espacio los huertos comunitarios. Un espacio que en ocasiones era de carácter simbólico o evocador. Espacios en los que la comunidad que conformaba las acampadas se imaginaba y proyectaba hacia el futuro, como en la Huerta del Sol, en Madrid, donde se podía leer un cartel que decía “si aguantamos 40 días comeremos lechugas”.
Alrededor de la idea del huerto se llega a invocar a una nueva comunidad, repensando las relaciones y símbolos en espacios de conflicto, de esta forma en Nicosia, Chipre, activistas chipriotas y turcos de Occupy the Buffer Zone, ocuparon la tierra de nadie. Uno de los modos de apropiarse de este espacio, dejar huella en él, y darle un nuevo sentido fue la acción Greening up the Green Line, que consistió en la construcción de un pequeño bancal y talleres de bombas de semillas, acciones que pretendían resignificar el verde de la línea verde (que es como se denomina a la zona desmilitarizada que separa la isla), convirtiéndola en paisaje cultivado. Espacios temporales, ambulantes, pensados para visibilizar reclamaciones políticas y que establecían un vínculo con movimientos y espacios ya existentes.
Así, en Occupy Roma, los colectivos de guerrilla gardening y huertos comunitarios de la ciudad realizaron su primera acción conjunta con el diseño y construcción del Orto Errante, a base de bancales móviles; en Occupy Wall Street se realizaron talleres y visitas guiadas a los huertos comunitarios del Lower East Side; en Barcelona, el movimiento agroecológico estuvo presente en distintas movilizaciones con un Huerto nómada que, finalmente, fue incautado por la policía; y en Occupy San Francisco se plantó un huerto ecológico frente a la sede de Monsanto.
En otras ocasiones, las acampadas supusieron el inicio de nuevos proyectos con voluntad de permanencia, como Occupy the Farm, una granja urbana en un terreno ocupado en la Universidad de Berkeley, o el People’s Peas Garden, situado en un parque público y gestionado por Occupy Gardens Toronto, que estuvo activo cinco meses hasta su desmantelamiento. Tras el desmantelamiento de las acampadas, las ideas sembradas por estos huertos germinaron en otros lugares. Ilustrativamente, la acampada de Sol se desmontó al grito de "No nos vamos, nos mudamos a tu conciencia".
De esta forma, cuando en el Estado español las asambleas barriales comienzan a trabajar en los entornos locales, muchos de los proyectos que desarrollan son huertos comunitarios. Así ha ocurrido en ciudades como Madrid, Barcelona, Burgos o Málaga, donde el mismo nombre de los huertos remite a ese origen: Horts Indignats en Barcelona, Huerta Dignidad en Málaga (en referencia a las Marchas de la Dignidad de 2014).
Los huertos comunitarios (HC) irrumpieron como una de las muchas forma de contestación ante los malestares provocados por la ciudad global neoliberal y sus dinámicas urbanicidas (exceso de instituciones y déficit de gobierno, dualización y exclusión, políticas del miedo, degradación de servicios públicos, insostenibilidad, etc.).
La agricultura urbana se ha convertido en una herramienta de denuncia de la especulación y de reivindicación de una nueva cultura del territorio, a la vez que han posibilitado crear alternativas sociales y económicas ligadas a una amplia diversidad de actores y colectivos sociales, desde colectivos ecologistas a asambleas de parados, de asociaciones vecinales a redes de solidaridad popular.
Huertos comunitarios o contrapoderes con los pies en la tierra
Los huertos eran un símbolo que se oponía a lo que estaba sucediendo. La posibilidad de construir una ciudad mejor, centrada en los intereses de las comunidades locales, una expresión de la gente trabajando en común. Lo contrario de la segregación racial, el individualismo y las estrategias de renovación urbana a favor de los de arriba. – C. Khan
Igual que otros movimientos sociales críticos, los HC encuadraron sus reivindicaciones bajo el paraguas del derecho a la ciudad, entendido no como una demanda legal traducible al lenguaje jurídico, sino como el derecho de la ciudadanía a intervenir en la ciudad, a construirla y a transformarla.
Un marco simbólico desde el que vincularse con otras demandas (la segregación y la estigmatización espacial, los desplazamientos forzados, la criminalización de la pobreza o los desahucios) fundamentales para concebir una ciudad socialmente justa, a la que experiencias como los HC incorporan cuestiones como la ecología urbana y la soberanía alimentaria.
Y es que el movimiento de agricultura urbana visibiliza y plantea cuestiones que van más allá de los huertos, llamando a participar y corresponsabilizarse en la forma de habitar y gestionar los recursos situados más allá de los límites urbanos y que son imprescindibles para la subsistencia de las ciudades en un contexto de crisis socieocológica, que ejemplifica el colapso climático y la crisis energética.
Junto al derecho a la ciudad, otro de los pilares que sustentan los imaginarios y prácticas del movimiento de agricultura urbana sería la noción de bienes comunes. Y es que los HC desde su origen se definieron como bienes comunes urbanos. Así, para Karl Linn, son comunes vecinales, espacios de encuentro autoconstruidos y gestionados por los vecinos en zonas degradadas de barrios desfavorecidos. Los comunes urbanos reactualizan y adaptan al contexto urbano las prácticas tradicionales de gestión comunitaria de bienes naturales y recursos estratégicos necesarios para la reproducción de las comunidades.
Una de las potencialidades que dotan de radicalidad y capacidad transformadora a los HC es su vocación de crear comunidad en un sentido amplio, en torno a compartir y gestionar colectivamente un espacio, unos recursos (suelo, semillas, agua, herramientas), unos aprovechamientos (cosechas, reconocimiento social) y un grupo humano que debe dotarse de unas reglas y unas forma de organización. Y esto ha llevado a que los huertos también hayan sido clasificados como comunes urbanos verdes –green urban commons−:: “espacios verdes localizados en ámbitos urbanos, con diversas formas de titularidad y con un amplio abanico de derechos, entre los que se encuentra el de crear sus propias instituciones de control y decidir a quienes desean incluir en dicho sistema de gestión”.
Los HC son experiencias con un carácter autoorganizado, horizontal, y conjugan la crítica del modelo de ciudad dominante con la movilización de prácticas e imaginarios emancipadores. Y es que frente a la ideología del homo economicus, lo comunitario remite a la forma que toman los vínculos entre las personas cuando estos se construyen intencionalmente de forma reflexiva y dialógica, dando lugar a agrupaciones con una vocación inclusiva, abierta, flexible, porosa y arraigada en el barrio.
Lo barrial es esa esfera entre lo productivo y lo reproductivo, entre lo privado, conocido y doméstico, y lo público, la composición de la gran ciudad más abstracta e inabarcable en su totalidad. La pertenencia al barrio en los HC es definida de una forma más cultural que geográfica, buscando implicar y apelar a un vecindario flexible, pues se refiere a las personas en tanto realizan una labor colectiva en el barrio y no tanto a su lugar de residencia.
Este rasgo diferencial de lo comunitario en los huertos urbanos lo resalta una hortelana madrileña, arquitecta en paro: “Tiene que ver con que cada uno no tenga su parcela, que cada uno no se encargue, trabaje y coseche un espacio delimitado. Eso es muy chocante para la gente, le parece sorprendente que vengas a currar sin saber qué te vas a llevar”.
Al no destinarse lo cultivado a propósitos comerciales, se acaba promoviendo una suerte de economía del don, en la que no existe una cuantificación de lo aportado por cada persona y lo que recibe.
Un hortelano del mismo huerto lo explica así: “No es mi pala, ni mi planta. Al ser común, tengo más sentido de pertenencia. Me parece más importante, tengo que cuidarlo y defenderlo más que si fuera mío o del otro. Un espacio de todos y que no es de nadie, un bien común que podemos disfrutar todos pero que no pertenece”. Para otro huertano, “comunitario es trabajar más en base a preguntas que a respuestas. Las cosas se deciden consultando, nadie impone”.
Another gardener from the same garden explains it like this: ‘This spade is not mine, neither is this plant. Because all of it is everyone’s, I have more of a sense of belonging. It feels more important to me, I have to look after it and defend it more than if it was mine or someone else’s. It’s everyone’s space and no-one’s space – a common good that we can all enjoy but that doesn’t belong to us’. For another gardener, ‘Being a community means working more on the basis of questions than answers. Things get decided through consultation, nobody imposes their views’.
Para un hortelano de Adelfas, uno de los huertos más veteranos, el huerto es “un lugar donde volver a lo que era un barrio, charlar con los vecinos, en un espacio no comercial ni mediado por el consumo”. A lo que otro huertano añade: “Un lugar donde hacer cosas colectivamente y conectar con la tierra, estar con gente que tiene algo en común, un punto del barrio que es nuestro de verdad, no es el parque frío e impersonal”.
Agroecología, autogestión y articulación social constituyen los tres rasgos que definen el trabajo de los huertos comunitarios a escala local, donde cultivan alimentos y cosechan relaciones sociales.
Agroecología, autogestión y articulación social constituyen los tres rasgos que definen su trabajo a escala local, donde cultivan alimentos y cosechan relaciones sociales. Los HC son experiencias muy visibles y atractivas, al estar en el espacio público, y muy activas a la hora de relacionarse con otras iniciativas (centros sociales, asociaciones vecinales, grupos de consumo, colectivos ciclistas, asociaciones educativas y colegios, por mencionar algunas) lo que les convierte en regeneradores de los tejidos sociales locales.
Con el paso del tiempo, la dimensión relacional y de encuentro se convierte en una cuestión central de cohesión del grupo que llega a competir en atractivo con la dimensión hortícola, más relevante al inicio. Como indica una hortelana, “cuando nos conocíamos menos, hablábamos más de plantas. Ahora que nos conocemos, hablamos más de qué nos pasa en la vida”. En términos similares expresa su motivación otra hortelana y tesorera de uno de los huertos más grandes de Madrid, Huerto Batán: “Ahora, ya más que los tomates, es la relación con las personas”.
Además de su actividad inmediata, los HC prefiguran futuros urbanos deseados, proyectando la necesidad de barrios más participativos y convivenciales, así como una mayor implantación del ecourbanismo (movilidad sostenible, proximidad, energías renovables, compostaje y cierre de ciclos).<
Apuntes históricos de los HC madrileños
Apuntes históricos de los HC madrileños
Los HC nacen de comunidades locales que se organizan para regenerar a pequeña escala espacios urbanos degradados, mediante la ocupación de solares abandonados, espacios interbloques o zonas verdes infrautilizadas. Vacíos que vuelven a habitarse, conjugando una modesta reconstrucción del lugar, que enfatiza el valor de uso del espacio urbano, con una rehabilitación relacional que busca reestablecer la calidad de los espacios mediante la intensificación de las relaciones sociales (desarrollando actividades como fiestas populares, comidas o iniciativas culturales).
El carácter reivindicativo de los huertos se plasma desde sus inicios, poniendo de manifiesto la divergencia entre las políticas urbanísticas y los saberes expertos con las necesidades y aspiraciones de parte de sus habitantes. La acción de ocupar apunta a la ausencia de vías para establecer diálogos fructíferos con las instituciones locales, reclamando el derecho de las comunidades y de la ciudadanía a apropiarse del espacio público y a aplicar “prácticas de planificación y gestión colaborativa para recrearlo y pensarlo en su proyección hacia el futuro”.
El movimiento comienza con algunas iniciativas aisladas, ligadas a asociaciones vecinales y ecologistas, surgidas a principios del siglo XXI, que en 2010 constituyen estructuras de coordinación como la Red de Huertos (RED). A partir del 15M, en 2011 muchas asambleas barriales impulsan huertos en los distintos barrios de Madrid, introduciendo definitivamente esta temática en la esfera pública y en la agenda política.
Compartiendo una comida en el huerto comunitario de Adelfas. Fotografía: Alberto del Rio
La RED sirve para dotar de una mayor visibilidad al conjunto de las iniciativas, fomentar el intercambio de experiencias (visitas, encuentros), compartir recursos (semillero, intercambio de semillas, compras colectivas de estiércol), así como crear mecanismos de apoyo mutuo, y promover espacios formativos (jornadas, cursos), además de ofrecer un espacio de referencia, desde el que prestar asesoría y acompañar a las personas y grupos interesados en promover nuevas iniciativas.
La inestabilidad por la ocupación de los solares y la precariedad de medios llevaron a la RED a buscar desde sus inicios el diálogo con el Ayuntamiento de Madrid, a fin de lograr la regularización de los huertos y la puesta en marcha de un programa municipal que permitiera que estos formaran parte permanente de la red de infraestructuras verdes de la ciudad.
Entre tensiones internas y largas asambleas, desmantelamientos y ocupaciones de parcelas, protestas y exposiciones fotográficas, apoyos universitarios y reconocimientos internacionales (Buena Práctica en Sostenibilidad Urbana por HABITAT de Naciones Unidas), la RED logró ser reconocida como interlocutora en las negociaciones.
Tras un largo tira y afloja con una de las instituciones más neoliberales del Estado español, en 2014 se regularizaron los 17 primeros HC. Los huertos se ubican en suelos catalogados como zonas verdes, y su cesión se otorga por concurso público. En el pliego de condiciones se ha logrado un equilibrio entre el respeto a la singularidad y la autonomía de las iniciativas ciudadanas, a la vez que se ofrece seguridad jurídica al Ayuntamiento, con un procedimiento innovador que podría replicarse en otras ciudades.
Una gran victoria obtenida tras explorar las arenas movedizas del diálogo institucional sin morir en el intento, planteando nuevas formas de relación con la institucionalidad desde posiciones de conflicto y no solo de confrontación, que fueron avanzando hacia el diálogo e incluso la cooperación. Un paso de gigante que ha permitido consolidar y ampliar en pocos años el número de las iniciativas de agricultura comunitaria en la capital hasta cerca de 60 proyectos regularizados.
Mapa de los huertos comunitarios en Madrid
El mapa de los huertos comunitarios en la ciudad es el inverso de un mapa turístico, que solo muestra el centro de la urbe; en contraste, este da protagonismo a los barrios populares, especialmente de las periferias, que concentran el mayor número de iniciativas. Aunque el centro de la ciudad, urbanísticamente más consolidado, tiene una mayor dificultad material para encontrar espacios; la variable determinante es la mayor presencia de tejidos sociales y vecinales densos que los demanden en las periferias.
El proceso de institucionalización es incipiente y se va consolidando, respetando la autonomía y politización no partidista de las iniciativas. Además, desde que en 2015 una candidatura municipalista gobierna el Ayuntamiento, se han dado pasos más allá, avanzando en la coproducción de políticas públicas que apuestan por reconocer y maximizar la creatividad y la inteligencia colectiva en nuestras ciudades, implicando a ciudadanía y tejido social en el diseño e implementación de las políticas que les incumben.
Lo que se ha traducido en más huertos regularizados, incluyendo temporalmente aquellos ubicados en suelos dotacionales, la construcción de la Escuela Municipal de Huerta Urbana, consolidando un itinerario formativo de apoyo a los huertos comunitarios cogestionado por la Red de Huertos, o lanzando un proyecto piloto de agrocompostaje comunitario.
El municipalismo es una paradoja andante, incómoda para los poderes centrales del Estado y los intereses económicos, pero también para los contrapoderes locales.
El municipalismo es una paradoja andante, incómoda para los poderes centrales del Estado y los intereses económicos, pero también para los contrapoderes locales; obligados a salir de la zona de confort, abandonar la lógica resistencialista y asumir un cambio subjetivo que les permita ser protagonistas en un escenario en el que resulta factible conquistar nuevos derechos. Contrapoderes vistos desde arriba, poderes vistos desde abajo.
Los “ayuntamientos del cambio” se encuentran en una singular y paradójica postura entre el pragmatismo de lo inmediato y el utópico impulso transformador, dan vida a un espacio en el que es posible generar ecosistemas y entornos más propicios para los experimentos que de forma autónoma prefiguran otra sociedad. Instituciones que facilitan, apoyan y potencian nuevas formas de institucionalidad social.
¿Cómo funcionan estas islas verdes?
Los HC se organizan de forma asamblearia, donde se plantean y adoptan las decisiones de mayor calado y funcionando también con comisiones de trabajo para coordinar tareas específicas. Junto a ellas operan mecanismos informales basados en liderazgos temáticos –quien sabe del tema concreto y quien tiene la iniciativa personal decide cómo hacerlo– y también modos de decisión derivados de la mayor presencia en el espacio.
El trabajo se nutre de los conocimientos y experiencia de todos los integrantes, generando un clima de intercambio de saberes y de producción de conocimiento continuado y colectivo ante los problemas que surgen.
Las tareas se suelen organizar según afinidad y conocimientos personales, aunque con mecanismos que aseguran que las labores más ingratas –como barrer o remover la compostera– se realicen de forma regular y rotativa.
Un hortelano de uno de los huertos más veteranos de Madrid, Adelfas, comenta cómo “hay un momento en el que, por dinámica, te tienes que encargar de otras cosas más allá de las apetencias. Un día te apetece estar con esta persona que es especialista en algo y empaparte de cómo hace las cosas, pero te responsabilizas y asumes lo que toca hacer”.
La cosecha, aunque constituye un elemento de motivación más simbólico que material, se divide entre los presentes y no suele ser fuente de conflictos. Sin embargo, se cuida que el reparto sea equitativo. En una ocasión, uno de los “huertan@s” de cierta edad se fracturó un pie trabajando en el huerto y no pudo acudir durante algún tiempo; sin embargo, se apartaba para él un montoncito en cada reparto y alguien se lo llevaba a casa, en el entendimiento que su trabajo había contribuido a la producción de esas verduras.
Algunas iniciativas se nutren de modestas cuotas que aportan los miembros, aunque con la peculiaridad de que el pago de la tasa no es obstáculo para pertenecer al proyecto para quienes no disponen de recursos. Otras se financian mediante comidas populares o la venta de merchandasing −chapas, bolsos de tela, etc.−, así como con aportaciones individuales y voluntarias.
La práctica de la agricultura ecológica urbana resulta el principal atractivo para las personas en una primera fase. Después, el trabajo conjunto y la convivencialidad hacen que las relaciones adquieran cada vez más importancia frente a las puras labores hortícolas. Progresivamente, se va tejiendo una red de relaciones que fomenta la aparición de dinámicas de solidaridad y apoyo mutuo.
Por descontado que en los huertos, como entornos sociales, también surgen desacuerdos y disputas sobre cómo gestionar el espacio o realizar las tareas, o por malos entendidos en la comunicación. Pero, en general, el conflicto no se entiende como algo de lo que huir, sino como un hecho a enfrentar. Por ello, en algunos huertos madrileños se han desarrollado mecanismos de autorregulación de conflictos, e incluso establecen procesos de mediación a través de la RED.
De las islas verdes al archipiélago
La diferencia entre un grupo de islas y un archipiélago es la existencia de interconexiones entre estas, así que, una vez que los huertos han arraigado en los barrios, y se han convertido en parte del ecosistema social, se han preocupado junto a la RED por tender puentes, ampliar sus complicidades, vincular luchas y coordinarse con otros actores a diferentes escalas.
La incidencia de los huertos comunitarios logra articularse más allá de los barrios e incidir a escala de ciudad, aportando desde su especificidad al cambio de modelo urbano.
Estos proyectos están insertos en múltiples redes de movilización a escala urbana, pero también a escala translocal, vinculadas con la participación ciudadana, la soberanía alimentaria y la agroecología; la RED coordinó en 2015 el I Encuentro Estatal de Huertos Urbanos Comunitarios. El fin último es trascender su propia territorialidad barrial para integrarse en un movimiento amplio, al vincular estas islas a otras, de modo que se logren consolidar archipiélagos en expansión que desborden la institucionalidad establecida y las prácticas dominantes.
¿Y si los frutos son las semillas?
Los huertos madrileños han tomado un importante poder simbólico como metáforas de la creatividad social, de la capacidad ciudadana para devolver el valor de uso a espacios abandonados, del cuidado de la naturaleza en la ciudad, y de la autonomía ciudadana para construir alternativas.
Además de movilizar un imaginario alternativo y de convertirse en un recurso de protesta, los huertos comunitarios se han mostrado como una práctica válida para territorializar en barrios y municipios las dinámicas organizativas y los discursos críticos derivados del 15M. Además están permitiendo el encuentro entre diversas dinámicas asociativas o vecinales preexistentes en el territorio, diversificando el perfil de participantes debido a su carácter constructivo e inclusivo.
Los huertos comunitarios articulan localmente una pluralidad de sensibilidades, demandas y reivindicaciones (ambientales, vecinales, políticas, relacionales), a la vez que ponen en marcha procesos de autogestión a nivel barrial, que enfatizan la participación directa, la apropiación espacial, la reconstrucción de identidades y la corresponsabilidad colectiva de las comunidades en distintos asuntos que les afectan.
Estos ejercicios de microurbanismo expresan una disconformidad con el modelo dominante de ciudad y los estilos de vida que induce.
Los huertos comunitarios se presentan como expresión de la emergencia de un urbanismo cooperativo, intensivo en protagonismo ciudadano y en formas más democráticas de entender lo público. Los huertos urbanos suponen procesos de rehabilitación urbana, tanto en forma de transformaciones materiales a pequeña escala, como, especialmente, en forma de rehabilitación relacional, en cómo se construyen los vínculos entre las personas y de estas con el entorno.
Una huerta no cambia el mundo; cambia a las personas que van a cambiar el mundo.
Los huertos comunitarios actúan en la producción y transformación de lo urbano incidiendo en lo humano, en los estilos de vida más que en las grandes remodelaciones físicas.
Un contrapoder habitable es el que permite vivir en el presente los mayores rasgos de la vida a la que aspiramos en el futuro, un proceso de transformación inmanente irreductible a cálculos estratégico de las acumulaciones de fuerzas y de las revoluciones irreversibles.
El anarquista Paul Goodman solía plantear: “Supongamos que hemos tenido la revolución de la que hablábamos y con la que soñábamos. Supongamos que nuestro bando ha ganado y que tenemos la clase de sociedad que queríamos. ¿Cómo vivirías, tú personalmente, en esta sociedad? Empieza a vivir de esa manera ahora”.
Y es que como reza un mural de un huerto madrileño: “Una huerta no cambia el mundo; cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. El reto para estos proyectos es mantener sus aristas más políticas sin perder su capacidad transformadora.