Abolir la seguridad nacional
Arun Kundnani
ESTADO DEL PODER 2021
mayo 2021
Al igual que el sistema penal-legal, la infraestructura de seguridad nacional de Estados Unidos refuerza la violencia, en lugar de reducirla, de formas que a menudo se organizan a través del racismo. Ampliar la política de abolicionismo a la seguridad nacional nos permite entender las causas estructurales de la guerra sin fin y la militarización de las fronteras, y articular nuevas visiones de seguridad basadas en la presencia del bienestar colectivo, en lugar de la eliminación de “amenazas”.
A pesar de la pandemia de COVID-19 desencadenada en 2020, al menos 15 millones de personas participaron en manifestaciones de Black Lives Matter (BLM) en los Estados Unidos. Estas protestas multirraciales representaron asumir la historia de violencia racial del país. Entre los predominantemente jóvenes que protestaban, existe una conciencia generalizada de que la guerra, las prisiones y las fronteras no promueven el bienestar de la mayoría de las personas en los Estados Unidos, que convertir al país en un “bote salvavidas armado” no es una solución ni para la crisis del clima ni para las pandemias zoonóticas, y que bajo el capitalismo racial, la riqueza nunca "se filtra" a las mayorías. A aquellos que han alcanzado la mayoría de edad después de la crisis financiera global de 2008/9 no les engaña la falsa imagen de un Estados Unidos excepcionalmente virtuoso.
Como ocurre con cualquier movimiento, dentro de BLM existe una amplia gama de motivaciones y orientaciones. De particular interés es el enfoque abolicionista que ha dado forma a gran parte de la reciente lucha de masas liderada por la población negra, influenciada por la política feminista negra y el enfoque queer, y las nociones radicales de cuidado que encarnan estas tradiciones. El abolicionismo es un modo de pensamiento y práctica política que ha surgido tras 20 años de organización contra el complejo industrial-carcelario por parte de grupos como Critical Resistance. La abolición de las cárceles y la desfinanciación de la policía son sus objetivos más destacados, pero la oposición a la violencia fronteriza y el militarismo también constituye un componente importante. El abolicionismo considera a la policía y el encarcelamiento dentro de un conjunto más amplio de estructuras que incluye las fronteras y la violencia militar desplegada en el extranjero.
Hace quince años, una de las principales pensadoras sobre el abolicionismo, Angela Davis, pidió que se ampliara la campaña contra las prisiones para enfrentarse a las redes mundiales de encarcelamiento de la "guerra mundial contra el terrorismo".1 Hoy, grupos como Dissenters se están organizando contra la totalidad de la infraestructura de seguridad nacional de Estados Unidos desde una perspectiva abolicionista negra.
En el centro de la política abolicionista se encuentra un intento de reconceptualizar la noción de seguridad. La lógica que domina el sistema penal legal, argumentan los abolicionistas, implica pensar en el daño como un problema que puede resolverse mediante la violencia punitiva oficialmente sancionada. Esto tiene dos consecuencias.
La primera, significa que el sistema penal legal intensifica, en lugar de reducir, la circulación de la violencia, dando lugar, a su vez, a demandas de más policías y más cárceles, un movimiento perpetuo de criminalización.
La segunda, significa que la atención se desvía del examen de las causas sociales y económicas subyacentes de lo que llamamos "delito". Las prisiones, en cambio, sirven para aislar los problemas sociales que son consecuencia de la "economía política inmanejable" del capitalismo global.2 Pero al hacerlo, esos problemas se agravan.
La gran expansión del número de cárceles y la militarización de la aplicación de la ley no son respuestas al aumento de la delincuencia, sino una parte integral del neoliberalismo, que implica declarar a un gran número de personas como "excedentes". Las cárceles son formas de ocultar a estas personas y olvidar las cuestiones sociales que plantean; el racismo es esencial para este proceso.
En tales circunstancias, argumentan los abolicionistas, los llamamientos a reformar las prisiones y las fuerzas policiales para humanizarlas son insuficientes. También lo son los llamamientos a diferenciar de forma más eficaz entre los que merecen ser encarcelados y los que no. Tales llamamientos evitan una reflexión sobre las causas profundas de los problemas que las cárceles y la policía pretenden resolver. En cambio, el abolicionismo propone la creación de un "conjunto de instituciones sociales que comenzarían a resolver los problemas sociales que llevan a la gente a la cárcel, contribuyendo así a hacerla obsoleta”.3
Este sentido más amplio de seguridad implicaría satisfacer las necesidades de educación, cuidado infantil, vivienda y atención médica, así como despenalizar el consumo de drogas, el trabajo sexual y la migración. Al crear también un sistema de justicia basado en la reparación y la reconciliación, en lugar de la retribución y la venganza, en última instancia, no habría necesidad de cárceles..
Por supuesto, lograr ese objetivo no es una posibilidad inmediata. Por ahora, la pregunta es cómo impulsar reformas al sistema legal penal que avancen en la dirección de la desfinanciación y la disolución. La respuesta dependerá del contexto local y del equilibrio de fuerzas políticas. Además de generar poder a través de la organización de base, las iniciativas electorales también desempeñarán una función. El Proyecto de Justicia Electoral de la coalición Movement for Black Lives, por ejemplo, ha propuesto la Ley Breathe, una legislación que eliminaría los fondos para el encarcelamiento federal y la aplicación de la ley, aboliría el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y la Administración de Control de Drogas (DEA), y financiaría enfoques de seguridad pública no punitivos orientados a la comunidad, despenalizaría retroactivamente el uso de drogas, invertiría en educación, atención médica, vivienda y justicia ambiental, y ampliaría los derechos de los trabajadores.
El abolicionismo plantea tantas preguntas como respuestas. La labor de imaginar alternativas al sistema legal penal está en curso. Lo que llama la atención, sin embargo, son las posibilidades generativas de aplicar un enfoque abolicionista no solo a nivel nacional, en Estados Unidos, sino también a sus organismos de seguridad a escala mundial. En este punto, el abolicionismo se basa en el legado de una política internacionalista negra en los Estados Unidos que se expresó, por ejemplo, a fines de la década de 1960 en la organización del Comité Coordinador Estudiantil No Violento contra la guerra de Vietnam y su trabajo de apoyo a la liberación nacional en Puerto Rico y Palestina.
Al igual que su sistema legal penal, la infraestructura de seguridad nacional mundial de Estados Unidos propaga la violencia en lugar de reducirla, en formas que a menudo se organizan a través del racismo. Y sus acciones militares nos distraen de abordar los problemas sociales y ecológicos que enfrenta el planeta. El abolicionismo implica que enmarcar la discusión de las acciones militares estadounidenses en términos de qué tipos de "intervención" son legítimas y cuáles no es un horizonte limitante que oculta los motores estructurales de una guerra sin fin. Asimismo, discutir quién debería verse limitado por las fronteras y quién no significa evitar reflexionar sobre el papel que desempeñan las fronteras en nuestros sistemas sociales y económicos, y cuáles podrían ser las alternativas.
Un marco abolicionista implica comprender que la verdadera seguridad no resulta de eliminar "amenazas", sino de la presencia del bienestar colectivo. Aboga por la construcción de instituciones que fomenten relaciones sociales y ecológicas necesarias para vivir una vida digna, en lugar de identificar de manera reactiva a los grupos de personas que se consideran amenazantes. Sostiene que la verdadera seguridad no se basa en el dominio sino en la solidaridad, tanto a nivel personal como internacional. Es posible abordar problemas de seguridad como el cambio climático y las enfermedades pandémicas solo desde una perspectiva internacionalista. A largo plazo, es ilusorio lograr la seguridad de un grupo de personas a expensas de otro.4 En términos de políticas, un enfoque abolicionista implicaría una reducción progresiva del financiamiento y la reducción de la desmesurada infraestructura militar, de inteligencia y fronteriza de Estados Unidos, y la construcción de instituciones alternativas que puedan brindar seguridad colectiva frente a los peligros ambientales y sociales.
La lógica de la seguridad racial de Estados Unidos
Estados Unidos gasta actualmente más de un billón de dólares al año en una fantasía de seguridad nacional. Esta cantidad, distribuida entre agencias militares, de inteligencia y fronterizas, es más del doble de lo que costaría administrar ambas vacunas COVID-19 a toda la población mundial y una red de seguridad mundial para evitar que todas las personas caigan en la pobreza debido al virus. El presupuesto del Departamento de Defensa por sí solo comprende más de la mitad de todos los gastos discrecionales federales cada año. El ejército de Estados Unidos tiene desplegados a dos millones de hombres y mujeres en al menos 800 bases militares en 90 países y territorios de todo el mundo; ha realizado operaciones militares encubiertas en 154 países en 2020; mantiene un arsenal estimado de 3.800 ojivas nucleares y, en los próximos años, planea gastar aproximadamente 100.000 millones de dólares para comprar 600 misiles nucleares más de la corporación de defensa Northrop Grumman.
Más allá de las fuerzas armadas, el sistema de seguridad nacional actual de Estados Unidos incluye agencias que se crearon a principios de la Guerra Fría, como la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Consejo de Seguridad Nacional (NSC), así como algunas más recientes que surgieron de las guerras contra las drogas y contra el terrorismo, como la Agencia Antidrogas (DEA) y el Departamento de Seguridad Nacional (DHS). Con marcos globales como la guerra mundial contra el terrorismo y la guerra contra las drogas, que involucran relaciones de intercambio de inteligencia, entrenamiento, exportación de armas y asistencia financiera, Estados Unidos es capaz de atraer a muchos otros Estados a su maquinaria de seguridad, impulsando espirales de conflicto en toda América Latina, Oriente Medio, Asia meridional y sudoriental y África. Cientos de miles han muerto en México como resultado de la guerra militarizada contra las drogas que Estados Unidos ha alentado allí. Estados Unidos sigue siendo el mayor exportador de armas del mundo, con una tendencia creciente de su participación en las exportaciones de armas a más de un tercio del total mundial en los últimos cinco años
En la era neoliberal, el sistema de seguridad nacional ha incorporado una red de grupos de estudios y empresas de seguridad privada involucradas en la fabricación de armas, logística militar, provisión de mercenarios y otro personal armado, guerra cibernética, fortificación de fronteras y tecnología de la vigilancia. En paralelo a estas corporaciones está la variedad de inversionistas de Wall Street que se benefician del sistema de seguridad nacional financiado por los contribuyentes.
La escala de esta infraestructura se acepta casi totalmente como el trasfondo que se da por sentado para la formulación de la política exterior de Estados Unidos. Cuestionarlo es colocarse fuera de lo que se considera una opinión legítima en la política de élite estadounidense. Entrelazado con este consenso se encuentra un proceso ideológico que implica identificar repetidamente a los “actores malos", ya se trate de estados nacionales o movimientos insurgentes, y seleccionar métodos para dominarlos para producir una ilusión de seguridad. Los marcos a través de los cuales se conciben estos “actores malos" se basan en la historia racial y colonial de Estados Unidos, que hoy tienen un alcance mundial.
Desde las guerras fronterizas del período colonial hasta la guerra mundial contra el terrorismo, la construcción de amenazas a la seguridad ha involucrado lo que Michael Rogin llama la “fantasía de la violencia salvaje”, el temor de que los grupos racialmente subordinados puedan infligir su barbarie sobre los civilizados. Las rebeliones contra la dominación racial y colonial son las emergencias indispensables en torno a las cuales generalmente se ha organizado la política y la práctica de seguridad de Estados Unidos. Algunas de estas emergencias son reales, otras exageradas y otras totalmente imaginadas. Sus elementos raciales pueden ser patentes o latentes. En cualquier caso, brindan oportunidades para que los héroes míticos de la expansión de Estados Unidos obtengan venganza racial o rescate. Se trata de lo que Franco Fornari describe como "la increíble paradoja de que la función de seguridad más importante no es defendernos de un enemigo externo, sino encontrar un enemigo real”’.
En cierto sentido, los Estados Unidos nunca ha dejado de combatir a los “salvajes” en sus fronteras, incluso cuando la frontera se expandió a los campos de batalla internacionales de la guerra fría, la guerra mundial contra el terrorismo y la guerra contra las drogas.5 En cada caso, el enemigo se caracteriza por un incumplimiento inherente atribuido a las reglas de conflicto "civilizadas". Para los conservadores, el enemigo es necesariamente ajeno a los valores de la civilización occidentisal; para los liberales, el enemigo no defiende la democracia y los derechos humanos. Pero estas diferencias políticas esconden una solidaridad implícita: con pocas excepciones, conservadores y liberales coinciden en que la seguridad nacional significa el dominio absoluto sobre enemigos menos civilizados. El apoyo de Estados Unidos a la colonización de Palestina por parte de Israel se basa precisamente en ese tipo de estructura del discurso.
De esta manera, el sistema de seguridad nacional de Estados Unidos proclama su propia inocencia y virtud mientras, como señaló Martin Luther King, Jr. en 1967, es "el mayor proveedor de violencia en el mundo". Pero el peso de la historia no explica completamente las modalidades de la política y práctica de seguridad nacional de Estados Unidos en la era neoliberal. El neoliberalismo depende divisiones mundiales del trabajo codificadas racialmente que hacen que grandes extensiones de la población humana sean superfluas para la producción capitalista. Los proyectos de vigilancia policial racista, encarcelamiento masivo, militarización de fronteras y contraterrorismo están dirigidos a gestionar este "excedente" humano bajo el neoliberalismo. Esto, a su vez, proporciona una base material para los recurrentes aumentos de nacionalismo y racismo que florecen entre las ruinas del desmantelamiento de la acción democrática colectiva por parte del neoliberalismo
Este énfasis en la seguridad bajo el neoliberalismo ha ofrecido una nueva base para la legitimidad del gobierno mismo. Como dijo el ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, al diario de Zúrich Tages-Anzeiger en 2007, “gracias a la globalización, las decisiones políticas en los Estados Unidos han sido reemplazadas en gran parte por las fuerzas del mercado global. Dejando a un lado la seguridad nacional, apenas importa quién será el próximo presidente”.6
En otras palabras, debido a que la política económica generalmente se subsume en los mercados globales, a los gobiernos neoliberales les resulta difícil lograr aprobación afirmando el aumento del bienestar material de la ciudadanía; en su lugar, es más fácil legitimarse a través de afirmar que protegen a los ciudadanos de una miríada de peligros graves, contenidos en la "seguridad nacional". Las poblaciones marcadas por la raza, que han sido desposeídas por el neoliberalismo, son consideradas nuevas fuentes de peligro, en forma de terroristas, migrantes o criminales. La contienda política neoliberal se convierte en una cuestión de partidos que compiten por la identificación de amenazas y, en respuesta, el despliegue de espectáculos de violencia.
El resultado es una cultura política deformada: la seguridad nacional tiene una presencia dominante en los círculos de formulación de políticas, que principalmente sostiene una fantasía de dominación y evita aceptar sus propias fallas estructurales. Como indica su decisión de aumentar el gasto militar, el Gobierno de Biden no ha roto con este patrón.
Duelo por “América”
Esta situación no es exclusiva de Estados Unidos, sino que es una tendencia allá donde prevalece el neoliberalismo. Sin embargo, el contexto estadounidense se distingue por un apego ideológico a la fantasía de unos años noventa sin fin, cuando, después de la Guerra Fría, el excepcionalismo estadounidense parecía haber hecho posible un orden mundial estable, dominado por Estados Unidos, antes del ascenso de China a la categoría de superpotencia en el siglo XXI. La ilusión de volver a la "primacía" estadounidense de la década de 1990 ha quedado obsoleta hace mucho tiempo como forma viable de proporcionar seguridad nacional. Sin embargo, en el proceso de formulación de políticas de Washington, las alternativas a tal estrategia simplemente no son creíbles. Al no enfrentar la irreversibilidad de su declive geopolítico y los desafíos ambientales y sociales que enfrenta actualmente, Estados Unidos está posponiendo un duelo colectivo por la pérdida de un Estados Unidos imaginado que fue amado pero que ya no existe. Esta incapacidad para lidiar con el prematuro fin del siglo estadounidense encuentra expresión en las invocaciones liberales a una vuelta a un “sistema internacional basado en reglas” –según el código al estilo de la década de 1990 de la globalización– tanto como en el llamamiento de Trump de “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”. Negarse a aceptar el colapso de una fantasía de omnipotencia estadounidense produce una parálisis melancólica frente a peligros reales, incluso cuando la seguridad nacional estadounidense arremete contra la lista actual de objetivos: China, Rusia, Venezuela e Irán.
Como tal, la brecha entre las narrativas oficiales estadounidenses de seguridad nacional y las necesidades de seguridad reales de la gente común se ha vuelto palpable. La propia infraestructura de seguridad nacional de Estados Unidos ha contribuido en gran medida al mayor peligro que enfrenta la población estadounidense en las próximas décadas: el calentamiento del planeta. De hecho, en lugar de reducir sus emisiones de carbono, el Pentágono ha presentado la crisis climática como un nuevo fundamento para su existencia, declarando al ejército estadounidense como una fuente necesaria de orden en un mundo de migración masiva y extremismo suscitados por el clima.
El sistema de seguridad nacional de Estados Unidos no evitó que más de medio millón de personas en el país perdieran la vida a causa de la COVID-19, una de las cifras de muertes per cápita más altas del mundo en el país más rico del mundo. En su lugar, movilizó el sentimiento anti-chino en respuesta a la pandemia para justificar una escalada en el gasto para contrarrestar el ascenso de China. Por lo tanto, incluso las catástrofes de la crisis climática y las pandemias zoonóticas se han incorporado a la lógica racializada de la seguridad nacional. Los ciclos de violencia generados por la guerra contra las drogas y la guerra mundial contra el terrorismo han continuado, a pesar de que esas guerras causaron muchas más pérdidas de vidas civiles de lo que los narcotraficantes o terroristas podrían haber imaginado. El patrón general es que las políticas estadounidenses exacerban las inseguridades que supuestamente están diseñadas para minimizar. Han fracasado por completo en enfrentar los peligros reales que aquejan a la población estadounidense y constituyen un rosario de errores que solo pueden describirse como patológicos.
Grietas en el sistema
Pero hay grietas en la lógica de seguridad dominante que pueden abrirse de par en par. La opinión pública estadounidense es escéptica ante las guerras interminables. Alrededor de dos tercios de los estadounidenses piensan que la guerra de Irak de 2003 fue un error y más de la mitad piensa que Estados Unidos no debería haber desplegado fuerzas militares en Afganistán o Siria. Es tan probable que los veteranos se opongan a estas guerras como cualquier otra persona, independientemente del período de servicio, rango y experiencia de combate. Tanto en las elecciones presidenciales de 2008 como en 2016, el candidato ganador se mantuvo a favor de la retirada militar (a pesar de que los presidentes Obama y Trump aumentaron posteriormente el despliegue de soldados).
No solo hay oposición a la participación de Estados Unidos en guerras específicas, sino que también hay apoyo para eliminar la financiación de los sistemas de seguridad nacional en su conjunto: una mayoría en los Estados Unidos es favorable a recortar el presupuesto de defensa en un 10% y reasignar esos recursos al control de enfermedades y otros servicios públicos. El doble de personas apoyan tal recorte al presupuesto de defensa de las que se oponen a él A pesar de su popularidad, la legislación introducida para lograr este desfinanciamiento fue fácilmente derrotada el el Congreso.
El corpus de opinión a favor de la desfinanciación militar carece del impulso y la energía que proviene del poder de las organizaciones de base –la única fuerza capaz de superar los intereses creados y las barreras ideológicas que se han interpuesto en el camino para reconciliarse con la violencia estadounidense.
Hace cincuenta años, cuando los movimientos progresistas en los Estados Unidos estaban en la cima de su poder organizativo, a la sombra de la guerra de Vietnam, el Congreso tomó medidas para reducir el poder del sistema de seguridad nacional. El 93º Congreso, de 1973 a 1975, fue, según Greg Grandin, quizás la "legislatura más antiimperial en la historia de Estados Unidos". En este período, el Congreso se otorgó el poder de revisar y revertir las decisiones de la Casa Blanca para participar en guerras; hizo que las agencias de inteligencia fueran más responsables a la hora de rendir cuentas; abolió dos entidades de seguridad nacional, el Comité de Actividades Antiamericanas y la Oficina de Seguridad Pública; y prohibió el apoyo militar estadounidense a grupos y gobiernos autoritarios en Angola, Chile, Indonesia, Corea del Sur y Turquía.
Aprovechar el momento
Hoy, una vez más, los jóvenes están en las calles. Las demandas abolicionistas, como el llamamiento a abolir el ICE, son fundamentales para estos movimientos. Al mismo tiempo, se ha abierto un flanco de izquierdas en el Partido Demócrata, con cierta representación en el Congreso, dando espacio para articular demandas implícitamente abolicionistas. Alexandria Ocasio-Cortez, por ejemplo, ha pedido que se disuelva el Departamento de Seguridad Nacional.
Para que surja cualquier enfoque alternativo hará falta trabajar en tres grandes áreas. La primera, será necesario intensificar los esfuerzos de los movimientos de base para formular políticas de seguridad nacional que incluyan una perspectiva abolicionista dirigida a la infraestructura global de violencia de los Estados Unidos. Decidir cuál es la mejor manera de organizarse y qué problemas específicos enfrentar será un asunto de iniciativas individuales y grupos de campaña. Para un grupo, el foco podrían ser las políticas de sanciones de Estados Unidos; para otro, la guerra contra las drogas en América Latina; mientras que para otro será el desarme nuclear. A pesar de luchar en diferentes frentes, todas estas diversas campañas estarán orientadas hacia un horizonte de abolicionismo de la seguridad nacional.
En segundo lugar, será necesario un impulso para lograr todo lo que sea posible a través de la incidencia política y medios electorales. Los primeros pasos podrían incluir demandas para reducir el número de bases militares estadounidenses en todo el mundo, cancelar nuevos sistemas de armas y disolver el Comando de África de los Estados Unidos. Una agenda más completa incluiría el desmantelamiento del sistema de la guerra mundial contra el terrorismo y la guerra contra las drogas mediante la legalización absoluta del consumo de drogas, deteniendo el apoyo financiero y logístico de Estados Unidos a la violencia militarizada llevada a cabo por otros gobiernos en nombre de la lucha contra los terroristas o narcotraficantes, derogando la legislación autoritaria antiterrorista y el cierre de la prisión de la Bahía de Guantánamo. Añádase a esto una suspensión de las exportaciones de armas de Estados Unidos y otras formas de asistencia de seguridad y financiación a gobiernos que cometen graves abusos contra los derechos humanos, como Israel y Arabia Saudita.
Desviar recursos del ejército estadounidense no solo reduciría uno de los motores de los conflictos –y reduciría las emisiones de carbono– sino que también liberaría recursos públicos y espacio político para abordar las causas estructurales de los problemas que el ejército estadounidense afirma que solo él puede resolver. Dentro de ese espacio, podría surgir un enfoque de política exterior que estuviera más orientado a mantener la paz y el desarrollo a través de programas de resolución de conflictos, alivio de la deuda y reparaciones que empoderen a las comunidades locales en lugar de condicionar la ayuda financiera a la aceptación de la lucha contra el terrorismo, contra el narcotráfico o el control migratorio.
A nivel internacional, esto implicaría que Estados Unidos renovara su compromiso con los sistemas internacionales de seguridad colectiva establecidos después de la Segunda Guerra Mundial con la creación de las Naciones Unidas. Los propios Estados Unidos redactaron los elementos del derecho internacional que limitan el uso de la fuerza más allá de las fronteras, excepto en defensa propia. Con el estímulo estadounidense, este principio se incorporó a la Carta de las Naciones Unidas, redactada en San Francisco en 1945. Independientemente de las debilidades institucionales de las Naciones Unidas, sus principios fundamentales siguen siendo una base válida y necesaria para un sistema de seguridad colectiva internacional.
A escala local, una reducción del poder militar de Estados Unidos o financiado por este país podría permitir el desarrollo de instituciones alternativas de seguridad pública. Estas podrían basarse en experiencias de seguridad comunitaria desarrolladas en lugares donde el Estado no ha protegido a sus ciudadanos. Raúl Zibechi, por ejemplo, ha escrito sobre cómo en Colombia, a la sombra de la guerra contra las drogas, los pueblos indígenas del Cauca han sabido protegerse a sí mismos y a su tierra de los paramilitares, la guerrilla y las corporaciones multinacionales mediante la formación de unidades de guardia desarmadas. A diferencia de las fuerzas policiales, estas involucran a todos los miembros de la comunidad que se turnan como guardias, son responsables ante las asambleas locales y tienen como objetivo la justicia restaurativa.
En tercer lugar, será necesario que haya una lucha ideológica para asumir plenamente el paso del dominio indiscutible de los Estados Unidos, lo que también significaría un reconocimiento profundo de las diversas formas de injusticia racial (supremacía blanca, colonialismo de colonos y guerra imperial) a través de las cuales se estableció ese dominio. Una forma de avanzar hacia tal ajuste de cuentas es eliminar los símbolos públicos que celebran la violencia racista pasada, como los manifestantes han tratado de hacer en los últimos años. Otro es a través de formas de justicia restaurativa. En 2016, por ejemplo, 4.000 veteranos llegaron a Standing Rock en Dakota del Norte, donde los pueblos indígenas resistían el propuesto oleoducto de Dakota. Los veteranos se reunieron con un grupo de líderes sioux para disculparse por la violencia colonial de sus unidades militares y ofrecieron su solidaridad política en la lucha contra el oleoducto.
A escala nacional, una medida progresista sería la construcción de un monumento histórico a las vidas perdidas por la violencia militar estadounidense, desde Wounded Knee hasta Waziristán.
En dos ocasiones anteriores en la historia de los Estados Unidos ha habido una gran oportunidad para superar el racismo, priorizar el cuidado sobre el asesinato y abrazar la reciprocidad que constituye la humanidad: la primera, en la era de la reconstrucción después de la abolición de la esclavitud, y la segunda, durante el periodo de auge de las libertades civiles para la población negra y los movimientos pacifistas de finales de los sesenta. A medida que una tercera oportunidad de este tipo comienza a convertirse en una posibilidad en los Estados Unidos, con las crisis climáticas y pandémicas que se avecinan, debemos aprovechar el momento esta vez para cumplir la promesa de esas oportunidades anteriores.
El presente ensayo es un fragmento de un informe titulado “Abolir la seguridad nacional”, publicado por el Transnational Institute en junio de 2021.